por Oscar Cuervo
Pedro Almodóvar está pasando por un período especialmente fértil de su carrera, según puede apreciarse en sus dos últimas grandes películas: La piel que habito (ahora en cartel) y Los abrazos rotos (que el sábado a las 19:30 pasamos en La Tribu, Lambaré 873). Ha logrado la difícil hazaña de ir consolidando sus rasgos autorales sin agotar su inspiración, mostrando que su poética puede aguzarse y su oficio volverse más diestro, mientras produce cada vez mejores películas. Esta es una contrariedad para un sector de la crítica que quisera dar por terminada la gravitación de los autores en sentido fuerte, para dar lugar a una restauración neo-conservadora de los géneros.
¿Hace Almodóvar cine de género? No. Sobre el particular voy a extenderme en el próximo número de revista La otra, que llegará a las calles en el verano de 2012. Por ahora quiero dejar sentado que los géneros cinematográficos constituyen un problema que Almodóvar piensa por medio de sus películas, pero lo que él hace con los géneros no es reproducirlos, sino tomarlos como material a partir del cual crea un cine metagenérico (algo que de diversas maneras también hacen Tarantino, Lynch o Wong Kar-wai, por ejemplo; ampliaremos).
Almodóvar se basa en la plataforma de los géneros cinematográficos (y en su prodigiosa memoria cinéfila) para otra cosa: para llevar hasta el límite la tensión entre el Modelo Representativo Institucional y su propia autoría. Se indroduce en el interior de los mecanismos genéricos hasta hacerlos implotar. En una época en que el cine narrativo parece que sólo puede darnos disgustos, Almodóvar se da el gusto de hacer proliferar tramas, subtramas, conflictos paralelos y cruzados, bifurcaciones, variaciones y perversiones temáticas y temporales, con un enorme goce por el juego de narrar y reflexionar sobre los límites de la narración cinematográfica. Para ello, exhibe un dominio cada vez mayor de la imagen, los diálogos, la eficacia dramática, la música y las canciones, la dirección de actores. La imaginación fabuladora, que en su primera etapa le jugaba malas pasadas (porque no podía integrar tantas ideas en un solo mecanismo) ahora parece estar bajo su completo dominio, para hacer con el suspenso (como función estructural del cine y no como género) lo que se le cante. Sus películas terminan siendo una fiesta de dispendio cinematográfico incomparable.
En los últimos Almodóvar se espejan dos pasiones igualmente furibundas: la loca pasión enamorada (que no amorosa, no confundir) y la loca compulsión narrativa. Un director de cine ciego y un cirujano psicópata son figuras del narrador cinematográfico. Montaje, lectura, audición, espía, conversación, canción, se articulan en una máquina perfecta.
En La piel que habito, la figura del narrador desbocado está trasvestida en la del cirujano psiópata, el que puede recrear una mujer-obsesión con la perfección de su oficio de cortador. Igual que su protagonista, Almodóvar puede forzar a su obra a cruzar de género (en los dos sentidos de la palabra) en medio de la película.
En Los abrazos rotos, las figuras del narrador cinematográfico, el montajista y el puestista en escena, el creador de ficciones y el documentalista están explícitamente planteadas como actores de la disputa. Es una hazaña admirable que Almodóvar pueda poner en obra su interrogación sobre el cine, su vínculo con el espectador y, al mismo tiempo. hacer películas tan excitantes y divertidas.
El sábado vemos Los abrazos rotos en La Tribu. Con extraordinarias actuaciones de Penélope Cruz, Angela Molina, Lluís Homar,Blanca Portillo, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano y Tamar Novas, todos perfectos, igual que la música de Alberto Iglesias, los diseños del argentino Juan Orestes Gatti y la fotografía de Rodrigo Prieto