Al promediar su libro El país del cine, Prividera apunta con disimulada picardía: “esperemos que alguna vez el cine argentino llegue a tener su David Viñas: alguien que pueda unir tradiciones diversas, trazando así una omnicomprensiva versión de su historia. Si es así espero que estos apuntes le sirvan”. Está claro, aun mucho antes de llegar a las últimas páginas del libro, que es el propio Prividera quien recoge el guante que él mismo arrojó y asume el riesgo de acometer semejante tarea.
Si Viñas fue quien irrumpió, hace ya cincuenta años, con su libro Literatura argentina y realidad política en el consensuado ambiente de las letras argentinas para proponer al tiempo que un recorrido original por el mapa de la literatura nacional, unas formas modernas de hacer crítica literaria en el país, Prividera tiene en miras un proyecto similar para el no menos consensuado campo del cine argentino actual. Retoma para ello esa fértil tradición polemista que encuentra en el ensayo el medio apropiado para ir abriéndose paso, a fuerza de la prepotencia de su escritura, a través de un camino minado por los guardianes de cierto estado de las cosas que ponen el grito en el cielo cuando oyen palabras como 'política' o 'popular' y, peor aún, cuando éstas conviven en un mismo sintagma con la palabra 'cine'.
El país del cine está dividido en cuatro extensos capítulos cuyos títulos reafirman el pathos agonístico que asume su autor: presente/pasado, jóvenes/viejos, películas/políticas y cineasta/crítico. Intentar una glosa de cada uno desmerecería el contenido del libro y podría ahuyentar a su potencial lector. Se puede sí señalar una hipótesis que puntúa todo el libro y que el autor somete a prueba en una serie de artículos dedicados a la producción más reciente del nuevo cine argentino (NCA). Para Prividera el NCA luego de su etapa de surgimiento con películas como Pizza, birra, faso (1997) o Mundo grúa (1999), y de su etapa de consolidación con directores como Martel y Alonso, llega a una etapa de agotamiento a la que sucede, antes que una deseada renovación, una última etapa decadente en la que las obras de un grupo de directores que comparten un origen -Llinás, Piñeiro, Mitre, Moguillansky, Fadel, todos ellos graduados en la “elitista” FUC- dan cuenta de “un cine despreocupado por su historia y por la Historia, que pone en escena su propio aislamiento sin lograr superarlo”.
En los artículos que dedica a los films de estos directores, se vuelve evidente la destreza de Prividera para rebatir argumentos de críticos ansiosos por encumbrar ellos los primeros a esa película que daría una vuelta de página a la historia del cine nacional detenida en el capítulo de las historias mínimas. El caso de El estudiante de Santiago Mitre es paradigmático. Allí donde muchos ven el film político por antonomasia del período, machacando insistentemente, como la película misma, que la política no es más que rosca, engaño y metidas de mano en la caja (así, sin solución de continuidad, algún crítico llegó a escribir que la caja de la fotocopiadora de la facultad es una metáfora de la caja de la Anses; nunca la de las AFJP, claro está), Prividera invierte los términos para decir que El estudiante es “un film sobre la política más que un film político” en el que “la política aparece vaciada por saturación”. Esta última frase parece dar con la clave para pensar, ahora sí, El estudiante como un film paradigmático de la época. El vaciamiento de la política por saturación es la estrategia que desde hace años viene librando la derecha desde sus aparatos de comunicación para que, una vez asqueadas de lo político nuestras clases medias, entreguen el próximo mandato presidencial a un candidato que promete en oraciones simples (sintáctica y semánticamente) despolitizarlo todo; un triste y poco novedoso eufemismo que promete la vuelta de la política a puertas cerradas.
Está claro que en El país del cine a su autor no lo motiva un afán enciclopédico y que no se conforma con pasar revista a una serie de películas de reciente estreno. Inscribiéndose en una tradición moderna, Prividera sabe que las cosas son como son pero podrían (o mejor, deberían) ser de otra manera. Aceptado el desafío y ante el avance en los espacios de legitimación –festivales, crítica especializada- de los representantes vernáculos del cine posmoderno que “entiende la Historia- incluida la del cine- como ruina”, Prividera propone como síntesis superadora un cine que se haga cargo de la tradición moderna de la Historia – aquí también, incluida la del cine- sin caer en el espejismo de que en el horizonte esperan las banderas triunfantes de la revolución, pero al mismo tiempo sin renunciar a idealismos. “Tal vez ya no se trata de pensar el cine como un medio para cambiar el mundo”; el objetivo, señala el autor, debe ser más modesto, “trabajar por un 'cine inquietante'" que no rehúya al conflicto y que intente “expresar de un modo critico la apertura hacia lo real” (...) “para poder confrontar abiertamente distintas visiones del mundo y buscar la raíz de los problemas sociales y culturales, éticos y estéticos...”.
Esta idea del cine como una forma de mediar en el mundo puede escandalizar a quienes no conciben otro mundo que no sea el privado, pero no así a quienes asumen sin imposturas las coordenadas de su tiempo. Por fortuna, no faltan representantes de estos últimos en nuestro cine, aun en su tradición más reciente, y Prividera los trae felizmente a cuento. Pasando por Rejtman, Poliak, haciendo una lectura a contrapelo tanto de quienes impugnan como de quienes destacan sin reservas el valor de la obra de Campanella, deteniéndose en el “involuntario díptico” del malogrado Bielinsky, momento en que se permite, con sentida admiración, vislumbrar en esa tercera película por filmar, aunque “(nunca lo sabremos), un gran film popular y moderno a la vez”; hasta llegar a Lucrecia Martel, cuyo valor “es precisamente iluminar las falencias de eso que hemos dado en llamar NCA, en lo que hace a dar cuenta de su contexto histórico y abordar la dimensión política presente en toda estética”.
Quizá sean estas las mejores páginas del libro (y el subtexto de esta afirmación no porta la idea de que las otras sean menos necesarias); es que cuando Prividera se desentiende por un momento de sus contendientes y las alternativas posibles con las que cuenta el cine nacional para escapar de la encerrona posmoderna ya no se definen por la negativa, su escritura incisiva logra síntesis que suelen escasear en la crítica especializada. De Martel se ha escrito profusamente pero rara vez alguien ha dado en el hueso de su poética, camuflada en capas y capas de sentido, como lo hace Prividera cuando anota acerca de La mujer sin cabeza: “Martel pone es escena el modo en que una clase encubre su dominación, material y simbólica. El discreto encantamiento de la burguesía. (...) mientras nada parece pasar, algo acecha en lo profundo: el miedo al derrumbe de lo establecido. Martel filma el invisible temor corporativo, el omnipresente régimen introyectado”.
Aun asumiendo que cada época es ciega a su propio tiempo, Prividera toma el riesgo mayor de ponerle el cuerpo a sus más inmediatos contemporáneos y de leer, en una propuesta inédita, como “un texto único, corrido” –para volver por un momento a Viñas- la producción más reciente del cine argentino. En esa apuesta no queda otra que reconocerle una gran valentía. Pero también bajo esta sombra pueden leerse algunas opacidades del texto, curiosas en tanto suenan extemporáneas al estilo del autor, caracterizado nada menos que por arremeter con su escritura allí donde otros deciden recalcular y/o recular. Los tramos en cuestión son aquellos en los que el crítico debe hacer referencia directa a la tensión kirchnerismo/antikirchnerismo. Aquí Prividera parece avanzar con pie de plomo, ante el temor -legítimo, por cierto- de que su posición sea impugnada por partidaria o militante. Así, por ejemplo, cuando escribe sobre los documentales de Paula de Luque y de Adrián Caetano dedicados a la figura del fallecido Néstor Kirchner, sugiere una metáfora que no somete a argumentación sobre una supuesta mirada estrábica del kirchnerismo que se torna hermética, aun cuando recordemos el significado con que utilizó esa misma metáfora la generación contornista. Por otra parte, al hablar de la película Secuestro y muerte, anota Prividera: “Es evidente no solo la toma de posición de Filipelli-contra su pretendida equidistancia- sino que cae en el discurso 'reconciliatorio' que se propone desde la derecha hace años, exacerbado en la actualidad gracias al (anti)kirchnerismo”, como si ambos términos de esa síntesis imposible escrita de un solo trazo fueran “abismos simétricos”, por utilizar una expresión del autor, y se repartieran en partes iguales las responsabilidades de tal exacerbación.
Escrito con una saludable erudición puesta siempre al servicio de su objeto de análisis, El país del cine apuesta a una lectura abarcadora del NCA, sin descuidar por ello sus filiaciones con las diferentes tradiciones de nuestro cine que sirvan para echar un manto de luz sobre el presente. De igual modo entiende a este, proyectándose siempre hacia un futuro, que, aunque incierto, no renuncia a pensar. En este sentido, Prividera propone a los cineastas del cine por venir, antes que un manifiesto que rechaza por anacrónico, una poética sustentada ya no en lineamientos estéticos sino en un ejercicio constante de “duda metódica que debiera preceder a todo intento de creación” y del cual debieran desprenderse las respuestas a los interrogantes ¿Por qué, para qué y, finalmente, para quién filmar?
Vale aquí, por último, someter al libro de Prividera a estos mismos interrogantes, cambiando convenientemente el filmar por el escribir y decir que El país del cine guarda sobradamente en sus casi 400 páginas las pertinentes respuestas. Aun así cabe arriesgar una a la tercera de ellas: ¿para quién escribir? Quizá no tanto para críticos en carrera o para cineastas que prometen continuar sus sagas amparadas en la autoridad de escritores centenarios, sino para aquellos críticos, cineastas y espectadores en formación o por llegar. En este sentido El país del cine es una flecha arrojada hacia el futuro, unas lecciones de cine que invitan a desconfiar hasta de ellas mismas.