Es difícil imaginar un ejemplo que represente mejor la liturgia del dispositivo institucional del 17 BAFICI que la instalación de El cielo del centauro como película de apertura. 17 años es la flor de la edad en la vida una persona, pero puede ser la desgracia para un festival que nació con hambre y sed de experiencia. Durante buena cantidad de años el BAFICI fue acto instituyente, el que venía a revelarnos aluvionalmente la contemporaneidad, más incluso que la independencia que quedó fijada a su nombre. En el torrente de autores como Hou, Apichatpong, Tsai, Sokurov, Miike, Tarr, Kelemen, Raya, Jia, To, Bartas, Hong, Rodrigues, Serra, a la par que decenas de jóvenes talentos locales, el cine mostraba su cualidad de arma exploratoria del presente historizado, un órgano de conocimiento del mundo, un reto a las categorías históricos culturales (clasicismo, modernidad, postmodernidad), una hendija por la que colaba una corriente de frescura que venía a disentir con los códigos sobredeterminados de los medios. Todo eso fue el BAFICI en períodos en los que parecía que el mundo se hallaba más presente en las películas que en las calles del Abasto. ¡Lo dirigían Di Tella y después Quintín! Mirado en perspectiva, cuánto se fue perdiendo....
Es demasiado pedir que un vértigo así se perpetúe. Nunca podría ser para siempre. Hay una especie de avance ineludible de lo instituido.
Es demasiado pedir que un vértigo así se perpetúe. Nunca podría ser para siempre. Hay una especie de avance ineludible de lo instituido.
Pero también hay un momento para advertir que lo que ayer era amor se fue volviendo otro sentimiento. Quizás el BAFICI podría haber sorteado los daños más obvios de la liturgia. Tal vez habría que haberse puesto a pensar en la paradoja de la caducidad de lo nuevo o en la angustia de la repetición, dado que Kierkegaard nos lo había avisado. ¿Cómo hacer emerger la conmoción de lo ya conmovido? ¿Cómo crecer en público cuestionando las amables tradiciones que nos entusiasmaron? Lo único que no debía hacerse es mantener un rito idéntico que año tras año se autocelebrara como el lugar de la diferencia. Y eso, lo único que ni debería hacerse, es lo que se hizo y nos ha llevado a la indiferencia. Hubiera hecho falta un autor que dirigiera el festival hacia el riesgo de chocar el barco y no una sucesión de funcionarios que lo dejaran anclado en el puerto.
Hoy el BAFICI es la Fragata Sarmiento del cine alternativo. Tiene sus Almirantes y sus marineritos que te llevan en una visita guiada por lo francés, lo oriental, lo mezzo-oriental, lo gay, lo bolchevique, lo post soviético, lo vanguardia y género, etc.
El giro hacia Recoleta terminó de consolidar ese devenir tourístico y en la mudanza alguien se dejó olvidada la ambición exploratoria. Hoy ha quedado una fecha del calendario cultural porteño en la que encontrarse con el puñado de autores que importan y el pequeño lugarcito para los descubrimientos. Y al salir: el paredón de la Necrópolis. Prividera tuvo una premonición y filmó, justo antes de la mudanza, Tierra de los Padres, y en la última edición en el Abasto su presagio quedó no casualmente excluido de la programación.
Hoy el BAFICI es la Fragata Sarmiento del cine alternativo. Tiene sus Almirantes y sus marineritos que te llevan en una visita guiada por lo francés, lo oriental, lo mezzo-oriental, lo gay, lo bolchevique, lo post soviético, lo vanguardia y género, etc.
El giro hacia Recoleta terminó de consolidar ese devenir tourístico y en la mudanza alguien se dejó olvidada la ambición exploratoria. Hoy ha quedado una fecha del calendario cultural porteño en la que encontrarse con el puñado de autores que importan y el pequeño lugarcito para los descubrimientos. Y al salir: el paredón de la Necrópolis. Prividera tuvo una premonición y filmó, justo antes de la mudanza, Tierra de los Padres, y en la última edición en el Abasto su presagio quedó no casualmente excluido de la programación.
Si la exclusión de Tierra de los Padres obró como presagio de lo que vendría, puede decirse que la película de apertura de este año, El cielo del centauro, con el regreso del maestro venerable, Hugo Santiago, a su ciudad natal, emite la señal de la consumación: todo gesto de desobediencia ha sido conjurado y los jóvenes arrogantes hoy se jactan de la nueva desobediencia, que es la vieja obediencia a los mayores.
¿Es preciso hablar de Invasión para referirse a? No parece conveniente, resulta hasta antipático. Pero es inevitable. Porque cada plano de la nueva película de Santiago señala hacia aquella otra, de la que ya nos separan 46 años. Es demasiado tiempo como para disimular el triunfo de lo retrógrado por sobre lo innovador. Todos veneramos aquella película de 1969 que vino a alterar nuestra tradición cinéfila de la mano de dos padres terribles, Borges y Bioy, conducidos con insolencia por un novato de 30 (y en 1969 ser un director de 30 años era una insolencia). Todo podría haber salido mal y hoy estaríamos hablando de otra cosa, pero salió tan bien que Invasión quedó como película multiemblema: de modernidad inaudita, de ironía, de los usos perversos de las tradiciones (el noir, el criollismo), de involuntaria metáfora de la resistencia, de profecía de las épocas más negras que se acercaban, de precuela de la turbulenta Las veredas de Saturno, de objeto renuente al realismo por el que, no obstante, se cuela el presente (otra vez gracias, Prividera).
Ni siquiera el fiasco estatuario, museístico y turístico del El cielo del centauro nos permite dudar del triunfo perfecto de Invasión. No es lícita una devaluación retrospectiva. ¿Por qué no se proyecta Invasión en este BAFICI, para acompañar la vuelta a Buenos Aires del ya venerable Hugo Santiago, después de tantos años? Quizás por pudor. Porque cada plano de El cielo del centauro nos invita a volver hacia aquella gloria en desmedro de este presente. ¿Por qué no sería conveniente rescatar Las veredas de Saturno? Porque recusaría el vaciamiento maquinal que en estos años practicaron Llinás, Piñeiro y Moguillansky de la poética de aquel Santiago beligerante y evidenciaría su inocuidad actual.
Ni siquiera el fiasco estatuario, museístico y turístico del El cielo del centauro nos permite dudar del triunfo perfecto de Invasión. No es lícita una devaluación retrospectiva. ¿Por qué no se proyecta Invasión en este BAFICI, para acompañar la vuelta a Buenos Aires del ya venerable Hugo Santiago, después de tantos años? Quizás por pudor. Porque cada plano de El cielo del centauro nos invita a volver hacia aquella gloria en desmedro de este presente. ¿Por qué no sería conveniente rescatar Las veredas de Saturno? Porque recusaría el vaciamiento maquinal que en estos años practicaron Llinás, Piñeiro y Moguillansky de la poética de aquel Santiago beligerante y evidenciaría su inocuidad actual.
La restauración inocua atravesó varias fases en estos últimos años. Primero fue la apropiación del BAFICI por el grupo dirigido políticamente por Mariano Llinás, que okupó de forma permanente la vidriera del festival. Más allá de los sucesivos funcionarios, cada año sus películas (Llinás, Piñeiro, Moguillansky, Fadel, etc.) han tenido su cuota de pantalla asegurada en la competencia nacional, la internacional, la apertura, el cierre. Y su cuota de premios. Es el espacio vital que el grupo Llinás necesita para existir, para hacerse visible e invisibilizar a otros. Es tan reiterada esa okupación que lo hemos naturalizado y ya no puede llamarnos la atención. Si hasta me da pudor mencionarlo, por miedo a parecer obvio.
Desde ahí se instaló Castro (Moguillansky/Llinás, 2009) como relectura de Invasión en clave mecánica.
La operación tuvo una eficacia restringida al ámbito del BAFICI: con estas películas no pasa nada fuera de este festival, pero durante 10 días de cada otoño porteño parece obligatorio hablar de ellas. Pasan algunas semanas y el humo se disipa, hasta el siguiente BAFICI, y así sucesivamente. Hasta hay un manual de instrucciones para reseñarlas, al que los críticos acuden cada vez: la voluntad lúdica, la ligereza, la precisión coreográfica, las subtramas proliferantes, la elegancia casual, la juvenilia, el desenfado aristocrático, la disputa de la historia nacional desde el enclave liberal, etc. En El escarabajo de oro el dispositivo incorpora a Hugo Santiago como voz en off. Así que tenía que llegar la hora en que el viejo Maestro volviera por sus fueros, patrocinado por sus jóvenes discípulos. Y la hora es esta. Acá Santiago hace de Moguillansky y Llinás que hacían de Santiago. La idea a esta altura retrógrada del mcguffin como osadía módica: ¡oh, un artefacto narrativo que no significa nada! ¡menudo atrevimiento!
La operación tuvo una eficacia restringida al ámbito del BAFICI: con estas películas no pasa nada fuera de este festival, pero durante 10 días de cada otoño porteño parece obligatorio hablar de ellas. Pasan algunas semanas y el humo se disipa, hasta el siguiente BAFICI, y así sucesivamente. Hasta hay un manual de instrucciones para reseñarlas, al que los críticos acuden cada vez: la voluntad lúdica, la ligereza, la precisión coreográfica, las subtramas proliferantes, la elegancia casual, la juvenilia, el desenfado aristocrático, la disputa de la historia nacional desde el enclave liberal, etc. En El escarabajo de oro el dispositivo incorpora a Hugo Santiago como voz en off. Así que tenía que llegar la hora en que el viejo Maestro volviera por sus fueros, patrocinado por sus jóvenes discípulos. Y la hora es esta. Acá Santiago hace de Moguillansky y Llinás que hacían de Santiago. La idea a esta altura retrógrada del mcguffin como osadía módica: ¡oh, un artefacto narrativo que no significa nada! ¡menudo atrevimiento!
Todo en El cielo del centauro es fórmula: el blanco y negro con detalles coloreados, los desvíos y reenvíos de una trama que pretende solazarse en su gratuidad, la despolitización de Cándido López, el bilingüismo franco-porteño, la mirada turística de la ciudad. Quizás en ese devenir turismo se delate la devaluación más despiadada respecto de Invasión, que en el 69 mostraba una Buenos Aires entonces no codificada en el cine. Subrayando ahora el paquete turístico, el Maestro apela a una banda sonora de redundancia tanguística que refuerza el gesto conservador. Y como viene sucediendo en los remedos de los discípulos, la coreografía acentúa su rigidez mecánica, mientras la pretendida contingencia derivativa del relato que los críticos adjudican es una armadura por la que no puede filtrarse una sola mirada nueva.
El resultado es que, en nombre de una voluntad lúdica proclamada como obsesión maníaca, el BAFICI nos invita a las exequias del cine.
Por suerte desde una posición excéntrica (excéntrica por decisión del poder político) los ragazzi de Perrone se obstinan en estar naciendo.
Por suerte desde una posición excéntrica (excéntrica por decisión del poder político) los ragazzi de Perrone se obstinan en estar naciendo.