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por Oscar Cuervo
por Oscar Cuervo
Hay algo que se juega en el primer, extenso, plano secuencia de La patota, en el que Paulina (Dolores Fonzi) y su padre Fernando (Oscar Martínez) se constituyen en los auténticos antagonistas del conflicto. Y se juega de manera definitiva. Quiero decir, en el nivel dramatúrgico, en la tesis que sus autores (director Santiago Mitre, guionistas Mitre y Mariano Llinás, respondiendo a un encargo de remake de una vieja película de la dupla Tinayre/Legrand) instalan y de la que la película no va a moverse. Por un lado, ese plano secuencia es una exhibición técnica de destreza de actuación y de eso que la crítica rutinaria llama "puesta en escena", destinada a ser destacado por los comentaristas precisamente como una exhibición de destreza. Por el otro, la película presenta con toda explicitud y énfasis el conflicto que a sus autores les preocupa plantar, en el mismo punto que finalizaba El estudiante, la película anterior de esta dupla autoral. El enfrentamiento entre la joven militante idealista y el veterano ex militante setentista que con el correr de las décadas se fue desplazando hacia la zona del cinismo más despreciable. La discusión entre ellos, si queremos llamarla política, es de una suprema abstracción, como en El estudiante pero mucho peor. El gran equívoco que promueven estas películas es su presunta intención política, cuyo sentido el director anuncia en notas periodísticas y la crítica en su gran mayoría repite. Fernando es el juez, ex-militante setentista, que sostiene que solo se puede operar sobre la realidad desde los resortes del poder estatal, mientras Paulina, su hija, intenta retomar el sentido inicial del setentismo "acercándose al pueblo". Ella es una abogada con gran talento (solo por lo que dice el padre en el diálogo inicial podemos adjudicarle ese talento; la película se encargará de desmentir un menor atisbo de inteligencia en ella) recibida hace poco. El padre le ofrece acomodarla en el sistema, donde ella iría a descollar. Ella por supuesto dice "no", en nombre de una integridad revolucionaria, cuasi religiosa, o simplemente en nombre de una moral de una voluntad íntegra e indoblegable (que los autores confunden con algún tipo de concepción política). Es evidente que una discusión entre un pragmatismo que se adivina desde el primer momento espurio, metiroso, hipócrita, encarnado por el juez, y un idealismo que repele toda posibilidad de transacción, personificado por Paulina, no llega a rozar el asunto propio de la politica y solo puede poner en su lugar el sucedáneo de un moralismo tosco. Es sorprendente que gran parte de la crítica crea que eso es un planteo político.
Lo cierto es que en ese plano secuencia inicial se agota todo lo que los autores quieren decir. Esto ya no es un problema ideológico: es, ante todo, un problema dramatúrgico. ¿Qué puede esperarse de una película cuando todo ya se expuso en su plano inicial? Ahí ya sabemos que el juez es un chanta, que detrás de su discurso pseudoprogresista se esconde malamente un burgués despiadado y egoísta y que eso que la hija le reprocha terminará por confirmarse. Ahí sabemos que Paulina no se deja "tentar" por el "poder" y que representa una versión descafeinada de la subjetividad militante. Padre e hija discuten sobre militancia y parecen agotar todas sus posibilidades entre un pragmatismo fraudulento y un idealismo necio e inefable. Si se me permite decirlo con una frase breve: este dilema es una pelotudez. Los auténticos problemas de la política pasan a kilómetros de ahí. Habrá varias discusiones entre el padre y la hija a lo largo de la película y, por supuesto, habrá una discusión final que intenta cerrar lo que ya estaba cerrado desde hace rato, como para darle una estructura simétrica al guión.
Es raro que una película que se llama La patota tenga como antagonistas excluyentes al padre y a la hija. Esto se evidencia en el afiche con que se la promociona en las calles de Buenos Aires: los rostros de Fonzi y Martínez. ¿Y la patota? También es sintomático que el título de la película en el exterior sea Paulina, cambio que se explica mucho mejor por lo que la propia película es que por el alegado problema de que la palabra "patota" sea intraducible a otros idiomas, una excusa inverosímil. La explicación más económica del título local es, precisamente, económica. La película es fruto de un encargo que involucra a Axel Kuschevatzky, Telefé Cine, Nacho Viale, el nieto de Mirtha Legrand. Un argumento crucial de la venta local de la película es que se trata de un remake donde Dolores Fonzi juega el rol de docente violada por un grupo de muchachos pobres de la provincia de Misiones, algunos de los cuales serán sus alumnos. Este dato, difundido profusamente, estimula la fantasía de una escena oscuramente deseada, la de la estrella bonita ultrajada por una pandilla de bárbaros. La película podría llamarse Civilización y barbarie y el título sería un poco más fiel a su contenido, aunque no tan marketinero. En todo caso, eso puede quedar para la vertiente "independiente" en la que Mitre y Llinás suelen incursionar.
De todos modos, para que el producto sea posible, y también para que la discusión inicial tome carnadura, es inevitable que la película se dirija hacia el objeto de disputa argumental de padre e hija, es decir, el pueblo. O sea: la patota. Más claramente: los violadores. En definitiva, los bárbaros. ¿Esta serie de desplazamientos es realmente inevitable? Desde luego que no en el plano de la pretensión política declarada. Indudablemente sí desde la obligación contractual que liga a Telefé y Viale con Mitre y Llinás. Si la película se propusiera plantear en serio un dilema político, la salida narrativa del duelo argumentativo en que están enfrascados padre e hija tiene que conducir al pueblo. Política sin pueblo es cualunquismo (y ahí se paralizaba El estudiante). Desde el punto de vista dramatúrgico, lo mismo: lo único que puede romper el encierro dialéctico de los antagonistas es la aparición de un tercero. El "objeto" de los desvelos de Paulina, eso de lo que su padre quiere alejarse. El pueblo. Es ahí y no en la oposición moralista entre pragmatismo e idealismo donde se juega la política de la película.
¿Cómo filmar al pueblo? Si no antecediera el contrato que exige que Paulina tiene que ser violada, la película jugaría ahí la posibilidad de complejizar la discusión inicial, de someterla al principio de realidad. Pero Fonzi tiene que ser violada, tal como lo fue Legrand hace más de 50 años. Parece casi imposible que una relectura de semejantes premisas conduzca hacia buen puerto. Quizás, con mucha imaginación y una visión política osada, la violación podría abrirnos una perspectiva inesperada. No sucederá eso en manos de Mitre y Llinás. La patota violadora no es siquiera una patota (como bien argumenta Mex Faliero en Fancinema) sino más bien una horda. La visión que la película propone del universo popular es todo lo horrible que se pueda imaginar: un amasijo de violencia primordial en el que prevalecen las pulsiones animales. Alguien va a alegar: hay hombres así de brutales y de cobardes en los sectores populares. Ese nunca es un argumento válido para sostener una opción narrativa. Quizá nunca el pueblo haya sido tan mal tratado en una película del cine argentino de los últimos 25 años. Probablemente se trate de un escollo insalvable para Llinás y Mitre: tenían que hacer que su protagonista fuera violada por los pobres y los autores no pueden escapar, por su propia condición, a objetualizar a estos sujetos políticos con las peores connotaciones.
¿Cómo filmar al pueblo? Si no antecediera el contrato que exige que Paulina tiene que ser violada, la película jugaría ahí la posibilidad de complejizar la discusión inicial, de someterla al principio de realidad. Pero Fonzi tiene que ser violada, tal como lo fue Legrand hace más de 50 años. Parece casi imposible que una relectura de semejantes premisas conduzca hacia buen puerto. Quizás, con mucha imaginación y una visión política osada, la violación podría abrirnos una perspectiva inesperada. No sucederá eso en manos de Mitre y Llinás. La patota violadora no es siquiera una patota (como bien argumenta Mex Faliero en Fancinema) sino más bien una horda. La visión que la película propone del universo popular es todo lo horrible que se pueda imaginar: un amasijo de violencia primordial en el que prevalecen las pulsiones animales. Alguien va a alegar: hay hombres así de brutales y de cobardes en los sectores populares. Ese nunca es un argumento válido para sostener una opción narrativa. Quizá nunca el pueblo haya sido tan mal tratado en una película del cine argentino de los últimos 25 años. Probablemente se trate de un escollo insalvable para Llinás y Mitre: tenían que hacer que su protagonista fuera violada por los pobres y los autores no pueden escapar, por su propia condición, a objetualizar a estos sujetos políticos con las peores connotaciones.
La idea que la película propone de la militancia "proletarizada" de Paulina es de trazo grueso. Como es abogada, lo que ella va a enseñarles a "los pobres misioneros" es Instrucción cívica. Nomás llegar y ser presentada ante el curso, Paulina descerraja una bajada de línea de una puerilidad asombrosa para una abogada brillante, como se la había presentado minutos antes. Si Paulina anhelara el encuentro con el pueblo y fuera capaz de negarse a la tentación sistemática del padre y a su ventajosa condición de clase, es que la arrastrarría hacia ese encuentro un deseo poderoso. Nada de esta pasión aparece aquí, sino una insólita torpeza pedagógica. Sin tener en cuenta ni darse el tiempo de averiguar que sus interlocutores son una comunidad bilingüe (los pobres de la película hablan guaraní, previsiblemente para cualquiera menos para la protagonista), ella les baja línea sobre sus derechos. La respuesta es que ellos van a humillarla mediante el simple recurso de burlarse de ella en su idioma natal. El personaje carece de sensibilidad o tacto mínimos para superar este escollo. Se ha enterado de la peor manera y ya no podrá salir de esa trampa. No habrá entre los chicos misioneros uno solo que sea capaz de romper el primer impulso del resentimiento del oprimido. Nadie, ni ella ni ellos puede tirar un puente hacia el otro, con lo que la política queda esencialmente negada. En su lugar, lo que Paulina intenta es Instrucción Cívica, es decir, adoctrinamiento o evangelización del Buen Salvaje (pero el salvaje... ¡es malo!). No se le ocurre que pueda aprender nada de ellos sino solo enseñarles. La respuesta a semejante ceguera política va a ser, como ya podemos inferir, brutal. Otro elemento, notoriamente ausente, es una interacción política de Paulina con sus pares docentes: no hay experiencia de acercamiento popular que pueda ser discurrida entre ella y sus compañeros. De hecho, no hay compañerismo, lo cual nos conduce una vez más a la negación de la política. Hay, sí, una colega docente con la que Paulina tendrá su único momento de esparcimiento: una noche de distensión y leve borrachera que "involuntariamente" (por decisión autoral) va a conducir a la escena de la violación. La colega le advierte acerca de la inconveniencia de sentir lástima por el objeto de su praxis instructora, pero esa advertencia, que dice algo sobre la incapacidad que los autores le atribuyen a Paulina de pensar políticamente, solo va a funcionar como admonición del desastre.
Uno de los elementos llamativos en el diseño formal de La patota es que la escena de la violación transcurre dos veces, uno desde el punto de vista de Paulina, y por segunda vez desde la perspectiva de la horda. Esto no debe llevar a pensar que ahí la película se abra hacia una comprensión del punto de vista del "otro", lo que una vez más nos conduciría a la política. No hay comprensión del mundo popular en esta variación: de hecho, solo hay una acentuación de los rasgos barbáricos del pueblo. Que los autores hayan dispuesto de este recurso tan llamativo, que aún así la mirada del otro no aparezca, y que, en cambio, se refuerce la imagen forjada de antemano por el uno, no hace sino agotar la imposibilidad de apertura de los autores hacia el mundo otro. En ese sentido, el relato está completamente tapiado por la disputa interburguesa. Si digo "horda" para referirme al grupo de los violadores es porque, curiosamente para una película que los menta desde su título, no es capaz de forjarlo como un grupo de personajes dramáticamente diferenciados. No hay conflicto subjetivo entre los miembros de la horda, sino la prevalencia de la brutalidad del jefe de la manada, al que los otros se entregan por miedo o por mera inercia.
Otra omisión sorprendente del relato es que, después de producida la violación narrada doblemente, después de la primera intervención de la policía misionera (que está dramáticamente del lado de los bárbaros), la vuelta de Paulina a la escuela rural no merece ningún desarrollo especial. La película no encuentra tiempo tampoco para mostrar la interacción entre Paulina y los objetos de su praxis ni siquiera en ese momento crucial, potencialmente el corazón del conflicto: ¿cómo se reencontrará ella con esa comunidad que alberga a sus violadores? No importa o no hay coraje de filmarlo. No habrá entonces ocasión de aprender nada por parte de ninguno de los involucrados. Paulina no tiene palabras para ellos y ellos no la tienen para ella. O la película no la muestra.
Llinás y Mitre, en cambio, dedicarán lo que resta de la película a redundar sobre lo que se supone es la resolucion, la tenacidad, la integridad de la "militante idealista", que más bien parece masoquismo. Paulina volverá a decir no y no y no a su padre, a su novio, a la policía en la ronda de reconocimiento. Paulina se negará a dejar el lugar, a delatar a sus violadores, a abortar. Este "no" sostenido como eco del final de El estudiante, es inefable, es decir: impolítico. Un atisbo de explicación asoma en la entrevista de Paulina con la asistente social que atraviesa la película, lo que reenvía el dilema moral hacia la zona privada de la psicología, desmintiendo el halo misterioso con que se quiere revestir sus opciones. A lo sumo ella dirá "no sé" cuando se le pregunte por sus razones. En un reportaje, Dolores Fonzi remite esta respuesta a una similar que da el personaje del padre en la película El hijo. Pero más vale no entrar en comparaciones. En realidad, en la imposibilidad de dar cuenta de su experiencia, Paulina se acerca al mundo beato de la Mirtha Legrand de la versión original, de la que Mitre y Llinás pretendían alejarse. Esta Paulina es mucho más una monja sufrida que una militante.
Esta proximidad esencial de la segunda versión con la primera ¿despolitiza la película? Imposible. Claro que La patota de Mitre y Llinás es un film político como pocos. Solo que su política no se halla donde ellos esperaban haberla puesto. En cambio, se trata de un documental acerca de sus propias imposibilidades de filmar al pueblo.