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Personal y político (de nada sirve escaparse de uno mismo)

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Un ejemplo de interrogación: Sócrates


Mencionábamos ayer la interrogación de Agustín acerca del tiempo como una de las formulaciones más concisas del modo de preguntar filosófico. El hecho de que esta pregunta aparezca en su libro Confesiones nos dice algo acerca del grado de intimidad que alcanza la filosofía cuando es capaz de ir al fondo de la cuestión, de modo que aquel que se pregunta se ve personalmente involucrado de ella y no le resulta posible guardar una distancia puramente contemplativa respecto de eso por lo que se pregunta. Así, decíamos, preguntar filosóficamente por el tiempo es a la vez preguntar por el tiempo del que dispongo o el tiempo que me falta, y eso nunca admite ser tratado como una mera curiosidad teórica: la pregunta filosófica interpela en primer lugar a quien la formula. Preguntar “¿qué es saber?” conduce irresistiblemente a hacerme la pregunta por mi propio saber: ¿qué sé? ¿cómo reconozco el saber o el error en mí?

Pero estas preguntas comparten la doble condición de ser personalísimas, porque conmueven el fundamento en que la existencia de cada uno se apoya, y a la vez comunes a otros, en la medida en que son cuestiones que nos ligan a ellos. El carácter comunitario que alcanzan las preguntas fundamentales se reconoce también por el hecho de que una pregunta formulada por San Agustín hace 1500 años puede repercutir con igual potencia en las personas del siglo xxi: preguntándonos, formamos parte de comunidades que no se limitan a un solo lugar o a una sola época, sino que atraviesan continentes y se extienden por siglos. Esta perdurabilidad no implica necesariamente que se trate de preguntas “eternas” o que formen parte de una naturaleza humana siempre idéntica a sí misma. El modo de preguntar filosófico y las preguntas mismas son históricos, con un nacimiento situado en una época y en un lugar determinados, pero su temporalidad no es fugaz ni coyuntural. En filosofía la originalidad absoluta es rara y excepcional, si es que acaso es posible, mientras que es más habitual encontrarnos pensando en el seno de tradiciones persistentes. Las preguntas fundamentales insisten porque los fundamentos de las existencias personales y comunitarias no cambian tan rápido como las modas. Su persistencia y dificultad, a pesar de la sencillez con que aparecen formuladas ("¿qué es...?") se vincula con que, al preguntarnos de este modo, tenemos que dar cuenta siempre de nuestros propios fundamentos, nunca completamente dados, siempre problemáticos y siempre sujetos a diversidad de perspectivas y a controversias. No es que las preguntas filosóficas no hayan tenido respuestas, al contrario. Pero su problematicidad y la exigencia de examinar cada vez sus fundamentos renueva siempre la potencia de las preguntas, en busca de aquellos supuestos infundados que se esconden en las respuestas ya dadas. La dinámica de la filosofía consiste en descubrir esos supuestos que los otros o nosotros mismos no sabemos cómo sostener. No hay garantía de que esos fundamentos sean hallados, mucho menos de que podamos hallarlos rápidamente. Una pregunta reverbera en nosotros todo el tiempo que sea necesario. De hecho, las preguntas fundamentales de la filosofía –algunas de las cuales ya citamos- persisten mucho más allá de aquellas personas que fueron las primeras en formularlas. El tiempo propio del pensar filosófico no es el del hallazgo de una respuesta, sino el del extenso e incierto trayecto de la pregunta.

Intimidad y comunidad no son aspectos contrarios y excluyentes, decíamos. Las preguntas filosóficas atañen a cada persona que es capaz de cuestionarse y al mismo tiempo inquietan el vínculo que nos une con los otros. Podría decirse de este modo: todo preguntar filosófico es a la vez personal y político, porque siempre se pregunta en el marco de una comunidad, incluso cuando para sostener una pregunta debamos quedarnos solos o ir en contra de los otros. Quedarse solos o ponerse contra los otros son actitudes que únicamente puede hacer alguien que vive en comunidad. El vivir con otros es la condición previa no solo para acordar un proyecto común sino también para aislarse, disentir o ser condenado al exilio.

El pensar filosófico antiguo surge en el ámbito de la polis (ciudad) ateniense, allá por los siglos VI y V a. C., en un contexto en el que las deliberaciones en las asambleas, las discusiones en la plaza pública (el Agora) y la posibilidad de caer en el engaño eran hábitos cotidianos. Un contexto en el que la sofística (la técnica para pasar por sabio sin serlo realmente, mediante el manejo de los vericuetos del discurso) era un arma polémica, requerida y criticada al mismo tiempo por los ciudadanos. Un pueblo apasionado por la discusión, como lo fue excepcionalmente en el mundo antiguo el ateniense, se familiarizó con las técnicas del engaño y la confusión, riesgos que era necesario reconocer para no ser víctima de ellos, o también para tratar de persuadir o de cautivar a los otros. Así los atenienses desarrollaron una capacidad especial para sospechar de lo que se dice públicamente, y para considerar el habla como un arma de poder. Ese clima social propicia el surgimiento de una agudeza nueva para despejar los problemas de la comunicación, para tratar de formularlos con precisión, para hacer distinciones donde otros quieren crear una confusión, para denunciar los supuestos no declarados, para detectar las formas tramposas del discurso. Y para preguntarse si existe la posibilidad de que la palabra se convierta también en un elemento portador de verdad. Pero esa verdad anhelada no surge como la estatua de una divinidad solitaria e impoluta, sino tortuosamente mezclada en una trama de posibles mentiras y engaños.

Para reconocer esta articulación no existe mejor ejemplo que el de Sócrates (Atenas, ¿470?– 399), uno de los pensadores claves de la historia occidental, de influencia tan vasta que, a pesar de no haber escrito de su propia mano ni un solo libro, los ecos de sus preguntas nos llegan hasta hoy. Conocemos a Sócrates por los escritos de sus discípulos, y especialmente por el más brillante de ellos, Platón (Atenas o Egina ¿427? -347 a. C.), otro pensador de relevancia crucial en el destino histórico de la filosofía. En los libros de Platón, la mayoría de ellos escritos en forma de diálogos, el protagonista principal es siempre Sócrates. De manera que no es posible separar, en la historia de la filosofía, las figuras de Sócrates y Platón. Siendo ellos pensadores muy diferentes, cada vez que queramos comprender el pensamiento de uno tendremos que vincularlo, aun en sus diferencias, con el del otro. La forma del diálogo que elige Platón para hacer aparecer en sus libros las interrogaciones socráticas (y también las suyas propias) no responde a una preferencia caprichosa por un cierto género literario, sino a una huella de origen de la filosofía ateniense en ese clima polémico al que nos referíamos en el párrafo anterior. Las preguntas filosóficas nacen en el contexto de un diálogo, que siempre contiene la posibilidad de una discrepancia, a veces subsanable y otras no. El consenso no es un valor necesario de la filosofía, a diferencia de lo que ocurre con otras formas discursivas que parecen fortalecerse cuando se sostienen en acuerdos generalizados. El motor de la filosofía es el desacuerdo y su potencial se despliega cuando un pensamiento surge en tensión con otros. La práctica del filosofar conlleva el riesgo de volverse peligrosa, para los demás y para uno mismo. La pregunta requiere de la capacidad y la exigencia de la escucha que aporta la presencia del otro, quien puede cuestionar lo que pensamos o sentirse cuestionado por nuestros pensamientos. Sócrates fue para sus contemporáneos de Atenas un personaje inquietante y molesto, tanto es así que su vida culmina en la condena a muerte a la que lo someten las instituciones de su ciudad.

Sócrates se distinguió entre sus conciudadanos porque adoptó un modo de vida que daba una importancia crucial a liberarse de las falsas opiniones, a las que consideraba un peligro para la existencia personal: el riesgo de vivir en el error y no advertirlo. Uno piensa muchas cosas y no sabe por qué las piensa. Son meras opiniones, ideas ajenas que adoptamos sin crítica y condicionan nuestros actos. Liberarse de ellas y ayudar a sus conciudadanos a liberarse de ellas fue para Sócrates una misión, incluso en la acepción más religiosa de esta palabra. Por eso, cuando hablamos de la filosofía de Sócrates, esto no debe llevarnos a pensar en una doctrina formulable de manera teórica, sino más bien en una actitud: una forma de vida. Michel Foucault (El coraje de la verdad, FCE, 2010) señala que en Sócrates la filosofía es un modo de vida: la veracidad (parrhesía), una vida regida por la misión de decirse y decir la verdad a sus conciudadanos, aún a riesgo de exponerse por ello a romper el vínculo que lo unía a los otros e incluso en el peligro de perder por ello la propia vida, cosa que efectivamente sucedió. ¿Cómo llegó Sócrates a volverse tan peligroso?


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