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Un condenado a muerte no se escapa

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En su Apología de Sócrates, Platón presenta la autodefensa que Sócrates habría pronunciado ante el tribunal durante el juicio que terminó con su condena a muerte. Sócrates había sido acusado con anterioridad de “indagar las cosas subterráneas y celestiales, y de hacer más fuerte el argumento más débil”; también su figura había sido ridiculizada en la comedia de Aristófanes Las nubes (423 a.C.), donde aparece diciendo que “anda por los aires, declarando muchas tonterías”. Y en el proceso que Atenas le inicia se lo acusa concretamente de “corromper a los jóvenes y de no creer en los dioses que la ciudad cree, sino en otras cosas demoníacas nuevas. En su defensa, Sócrates aparece explicando los motivos por los que creía que se habían originado estas ideas falsas sobre él. Allí supone que la mala fama se origina en su inusual ocupación, consciente de que se había dedicado a algo más llamativo que lo que hacían los demás. Entonces, se dispone a explicar en qué consiste su ocupación y el motivo que lo llevó a ella. Su amigo Querefonte había ido una vez a preguntar al oráculo de Delfos, consagrado al dios Apolo, si había alguien más sabio que Sócrates. La pitonisa le respondió que, efectivamente, que no había nadie más sabio que Sócrates. En los oráculos la profecía se le encomendaba a una mujer campesina que había sido adiestrada desde joven para entrar en trance, luego del cual emitía un dictamen casi siempre ambiguo y enigmático, que exigía una interpretación posterior. Al enterarse de este dictamen del oráculo, Sócrates reflexiona: “¿Qué quiere decir el dios y qué enigma hace? Porque lo que soy yo, no tengo ni mucha ni poca conciencia de ser sabio. ¿Qué quiere decir entonces al afirmar que soy el más sabio? No es posible, sin embargo, que mienta, puesto que no le está permitido”. Sócrates rechaza la posibilidad de que el oráculo haya mentido porque se considera un hombre piadoso y respeta la voz divina. Pero a la vez se muestra perplejo al ser señalado como el más sabio, ya que no se considera tal cosa. Entonces emprende una indagación entre sus vecinos atenienses, entre aquellos a los que la comunidad consideraba grandes sabios, para poner a prueba el dictamen del oráculo  y cerciorarse de que existieran al menos algunos que fueran más sabios que él:

“Ahora bien, al examinar a aquel con quien tuve tal experiencia -no necesito dar el nombre: era un político- señores atenienses, y al dialogar con él, experimenté lo siguiente: me pareció que muchos otros creían que este hombre era sabio, y sobre todo lo creía él mismo, pero que en realidad no lo era. Enseguida intenté demostrarle que aunque él creía ser sabio, no lo era. La consecuencia fue que me atraje el odio de él y de muchos de los presentes. En cuanto a mí, al alejarme hice esta reflexión: 'yo soy más sabio que este hombre; en efecto, probablemente ninguno de los dos sabe nada valioso, pero éste cree saber algo, aunque no sabe, mientras que yo no sé ni creo saber. Me parece, entonces, que soy un poco más sabio que él: porque no sé ni creo saber'. Después fui hasta otro de los que pasaban por ser sabios, y me pasó lo mismo: también allí me atraje el odio de aquél y de muchos otros. De este modo fui a uno tras otro, bien que sintiendo -con pena y con temor- que me atraía odios; no obstante, juzgué que era necesario poner al dios por encima de todo. Debía dirigirme entonces, para darme cuenta de qué quería decir el oráculo, a todos aquellos que pasaban por saber algo”.

Para que la sentencia del oráculo le resultara irrefutable, después de consultar a los políticos, Sócrates indagó a los poetas y descubrió que no sabían lo que hacían sino que actuaban por inspiración divina. Ellos también creían ser más sabios que los otros pero no lo eran. Finalmente indagó a los artesanos, que se mostraban capaces de ejecutar bien su oficio, pero ante las preguntas de Sócrates no podían explicar en qué consistía. En cada una de sus indagaciones, las preguntas de Sócrates generaban hostilidad en los que se veían descolocados al quedar de manifiesto que su saber era solo aparente y que esa apariencia escondía una ignorancia. Sócrates conducía esos diálogos con una ironía que no se permitía declarar abiertamente la ignorancia del otro. A los grandes guerreros les preguntaba qué es la valentía. A los artistas, qué es la belleza. A los políticos, qué es la justicia. Sus interlocutores intentaban sucesivas definiciones de aquello que regía su especialidad y Sócrates simulaba aceptar en una primera instancia las definiciones que ellos le brindaban, pero mediante un procedimiento de preguntas agudas e indirectas, mostraba la inconsistencia de esas definiciones de los sabios. Al ver desbaratarse sus opiniones, los interlocutores de Sócrates perdían muchas veces la calma y entraban en contradicciones a las que él no encontraba dificultad en desmontar. Cuando ellos estaban ya lo suficientemente confundidos, Sócrates daba por terminada la conversación, agradeciéndoles que se hubieran prestado al diálogo y que hubieran cooperado en descubrir la dificultad que encerraba la pregunta por el “¿qué es…?” que se planteaba en cada caso. Le bastaba haber conducido a la otra persona hasta el umbral en el que no podía sino reconocer su confusión y su falta de certezas. 

Sócrates comprendía esta práctica como un servicio que le prestaba al otro. No quería hacerlo quedar mal, sino que fuera capaz de admitir lo que no sabía. En la Apología, dice que muchos de sus interlocutores se quedaban con la sensación de que él era sabio en aquello en que refutaba al otro, un efecto contrario a sus propósitos. El hecho de que él dejaba abierta la pregunta y la sospecha de que sabía la respuesta fue provocando en los demás una imagen odiosa que se acumuló en importantes sectores de la dirigencia y de la vida cultural ateniense. Sócrates tenía un grupo de jóvenes aristócratas que lo seguían y admiraban su talento para desvelar el error en la vida de la ciudad. Qué grado de soberbia o de auténtico servicio a su comunidad ponía él en juego en su extraña misión es algo imposible de determinar: hay quienes vieron en él a una especie de héroe capaz de exponerse al riesgo de los malentendidos en honor a la verdad, como el propio Platón, y muchos otros en Atenas lo consideraron un impostor capaz de ejercer un tipo de crueldad discursiva contra personas prestigiosas que producía un efecto corrosivo ante la mirada de los jóvenes que lo seguían. De ahí la acusación de corromper a la juventud. La conclusión que el propio Sócrates saca de todo esto:

“…en cada ocasión los presentes creen que yo soy sabio en aquellas cosas en que refuto a otro; pero en realidad el dios es el sabio, y con aquella sentencia quiere decir esto: que la sabiduría humana vale poco y nada. Y cuando dice 'Sócrates' parece servirse de mi nombre como para poner un ejemplo. Algo así como si dijera: 'El más sabio entre ustedes, seres humanos, es aquel que, como Sócrates, se ha dado cuenta de que en punto a sabiduría no vale en verdad nada'. Todavía hoy sigo buscando e indagando, de acuerdo con el dios, a los conciudadanos y extranjeros que pienso que son sabios, y cuando juzgo que no lo son, es para servir al dios que les demuestro que no. son sabios. Y por causa de esta tarea no me ha quedado tiempo libre para ocuparme de política en forma digna de mención, ni tampoco de mis propias cosas. Antes bien, vivo en extrema pobreza a causa de estar al servicio del dios”. 

Lo que él descubrió no es que decía más verdades que los otros, sino que era capaz de reconocer su ignorancia y esa era la base necesaria de una verdad posible. Su praxis de enseñanza, si puede hablarse de esta manera, tenía un efecto negativo, puesto que no había trasmisión de doctrina positiva alguna, sino un difícil acompañamiento del otro, una ayuda para que se preparara a renunciar a sus falsas opiniones, que dejaría al otro en las puertas de encontrar la verdad por sí mismo. Sócrates entendió que el señalamiento que hizo el oráculo encerraba una misión para él: el dios, de esa forma, le había encargado que ayudara a los atenienses a advertir los engaños en que incurrían. Esa es la función de veracidad (parrhesía) que Foucault sostiene que Sócrates encarnaba. En su misión, para la cual el dios lo había señalado por su propio nombre, él sabía que estaba expuesto a tensar el vínculo con su comunidad, hasta el punto de que su veracidad se volviera insoportable para ellos. Efectivamente la misión se realizó de un modo tan extremo que Atenas terminó odiando a Sócrates y condenándolo a muerte. Así describe Francois Chatelet en su libro Una historia de la razón el efecto paradójico de la praxis filosófica de Sócrates:

“Su intención, según Platón – que lo muestra tanto en su Apología como en el Critón-, es la de salvar la ciudad y no la de arruinarla. Pero aparentemente el objetivo es nefasto. Y Sócrates es llevado delante de los tribunales; rechaza defenderse, es condenado a muerte, se le ofrece escapar –a los atenienses no les gustaba demasiado condenar a muerte a sus conciudadanos; esta condena era formal, y los magistrados que lo habían condenado esperaban que escapara-. El rechaza esa posibilidad, bebe la cicuta, muere. De esta enseñanza y de esta muerte ejemplar va a nacer la filosofía…”.

Sócrates asumió esa condena como una parte necesaria de su misión, a pesar de que no se consideraba culpable. Pensó que, si quería sostener esa verdad, debía hacerlo hasta el fin, aún a riesgo de muerte. Si se desdecía, si escapaba de la cárcel, como algunos de sus discípulos le propusieron una noche, o si iba al exilio, consideraba que no estaba dando testimonio de la verdad, algo que era necesario hacer en resguardo de esa verdad, de sí mismo (aunque le costara la vida) y de sus propios vecinos de Atenas (aunque ellos lo rechazaran). Decir la verdad era un servicio para unos y otros, pensó. Así, en su gesto, se alinearon de manera inseparable su misión singular (la que el dios le encomendó) y su función cívica. Personal y política.

La muerte de Sócrates puede pensarse como un malentendido necesario: su mensaje era demasiado exigente para con sus semejantes, quienes interpretaron su negativa al exilio o a la fuga como gestos de la misma soberbia que le adjudicaban cuando refutaba a sus intelocutores. El apostó a que el recurso extremo de su muerte dejara instalado en las almas de sus vecinos un gesto de veracidad. La muerte como su última ironía. Por lo menos en uno de ellos Sócrates provocó ese efecto: en Platón. La muerte de Sócrates fue irónicamente productiva para su discípulo, la escena de la acusación, de la condena, de la negativa a escaparse y de la serenidad que Sócrates mantuvo en el momento de su muerte configuran una cadena de experiencias traumáticas para Platón. Y la manera de elaborar ese trauma es sostener sus preguntas: ¿cómo es posible que Atenas haya tratado al mejor entre ellos como a un reo? ¿cómo pudo ser que no reconocieran el servicio que les prestaba y cuánto necesitaban de él? E invirtiendo la perspectiva: ¿cómo tendría que ser una ciudad ideal en la que Sócrates no terminara condenado a muerte sino consagrado rey? Quizás nada estuviera más alejado del propósito socrático que ocupar un lugar de poder, sin embargo, el efecto que provocó en sus semejantes fue indudablemente político: no se condena a muerte a una persona si no se considera que ejerce un poder peligroso para la sociedad. Y ese choque político, resuelto de manera trágica, desencadenó en Platón la necesidad de postular un estado ideal, una negación del orden de cosas establecido, aunque más no fuera en un plano utópico. Platón, al presenciar la muerte de su maestro en manos de Atenas, no propuso ninguna revolución: en cambio, escribió numerosos libros en los que delimitó durante siglos el ámbito del pensar filosófico. Desde entonces, la filosofía no pudo esquivar nunca su dimensión política.

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