Rumbo a Los ocho más odiados
El estreno de The Hateful Eight, la más reciente película de Quentin Tarantino, reavivó las controversias generadas a partir de que su filmografía dio un giro político no previsto por su desarrollo previo. A esta altura podemos dar por hecho que existe un “segundo Tarantino” a partir de Bastardos sin gloria, la película en la que el click de ruptura con su obra anterior es la aparición de referencias políticas e históricas que no habían jugado rol alguno en su filmografía, más allá de su continua y ya aceptada remisión a la cultura pop.
En el caso de Bastardos…, los materiales históricos que usa son el nazismo, la segunda guerra mundial, el plan de exterminio de los judíos, la invasión de Alemania a París, y también dos figuras históricas concretas, Hitler y Goebbels, como personajes que no son protagonistas principales de la película pero alrededor de cuyo “ajusticiamiento” se organiza un fastuoso final de ribetes wagnerianos. Tarantino no hace desde entonces cine histórico, entendido esto como un género entre otros posibles; mucho menos busca una legitimación de su prestigio autoral a través del recurso a “temas importantes”, a la manera de Spielberg cuando quiere ser tomado en serio y diluir su contribución decisiva en la infantilización del business hollywoodense a partir de los 70. En cambio, Tarantino utiliza esos materiales históricos para tramar con ellos un plus ficcional desencadenado de todo rigor historiográfico, desmesura que pone en vilo la noción de espectáculo imperante en la industria del entretenimiento al que su cine podría haberse amoldado. De esta forma resetea su imagen autoral, forjada a partir de su filmografía anterior, a la vez que interpela a su propio espectador, acomodado en su función de consumidor de la cultura pop. La naturaleza política de este giro debe buscarse en el proceso de transferencia que ocurre durante la proyección; proyección entendida en sentido técnico, pero también en sentido psicoanalítico; transferencia que es una de las funciones implícitas de todo dispositivo cinematográfico.
La segunda película de este giro político es Django desencadenado. El título es elocuente acerca de la operación ficcional que Tarantino lleva a cabo, aunque la crítica no le prestó demasiada atención al múltiple sentido que enuncia. En la película, la referencia histórica a partir de la cual la ficción se desencadena es el esclavismo norteamericano del siglo XIX que llevó a la guerra de secesión, la emancipación de los negros y el racismo persistente que esa guerra no resolvió. Hay un evidente anacronismo en el discurso emancipatorio que el protagonista asume. Por eso, la película violenta su propio contexto historiográfico para irrumpir en la dura actualidad sobre la que la ficción se propone operar. La operación es compleja, porque Tarantino se vale de un personaje preexistente, Django, no una persona histórica real sino un héroe del spaghetti western, un metagénero europeo de los años 60 que se apropió de la iconografía del género por excelencia de la cultura norteamericana para ensayar sobre él, justo en el momento de su declinación en Hollywood, un juego de reinvención formal que rompió con las funciones históricas que el western americano tuvo en su contexto originario. Tarantino desencadena a Django de su función metagenérica (el spaghetti) y lo transforma en un esclavo negro liberado por un cazador de recompensas alemán. Django se desencadena de su estado de esclavitud y lleva a cabo un ajuste de cuentas con sus antiguos opresores. A la vez, la ficción se desencadena de sus referencias históricas: ese ajuste de cuentas es enteramente anacrónico porque sólo es posible en el plano de la ficción. Su función referencial se reduce a un mínimo, al ser puesta al servicio de una intervención desafiante de Tarantino contra el racismo persistente y larvado de su audiencia potencial. Desencadena de esta forma el tema del esclavismo del tono habitual con que Hollywood lo trata, en el que los negros son objetos padecientes de un sadismo que luce pasteurizado, filtrada una violencia corporal que el mainstream no es capaz de digerir. Por último, Tarantino se desencadena a sí mismo de su rol de mero reciclador posmoderno de géneros bajos y demodés, la pulp fiction con que se hizo célebre.
Ficción, historia y espectáculo: estas son las coordenadas del giro político que dio Tarantino en el tramo más reciente de su obra, algo cuyo alcance no ha sido comprendido por sus fans de la primera hora, así como tampoco por una parte de la crítica cinematográfica, que parece trabada en la enumeración de las referencias reconocibles de decenas de películas, autores y géneros citados: spaghetti western, blaxploitation, wu xia, Corbucci, Leone, Kurosawa, Rush Meyer, el Mandingo de Richard Fleischer, y a partir de The Hateful Eight se podrían agregar el Carpenter de The thing, De Palma, Ford, Hitchcock, Friedklin, etc. Enumeración en la que la recepción se limita a un acotado juego de trivias de las varias subculturas pop de las que Tarantino es un erudito ecléctico. La trivia es la forma elemental de la intertextualidad que signa la época actual de la industria de la distracción, el reciclaje permanente de materiales de consumo cultural obsolescente. El espectador iniciado en las mil variantes de los subgéneros deviene en dócil participante de un juego de resultado ya previsto: el consumo indiscriminado y febril de toda vieja mercancía reciclada como novedad. Tonto juego de guiños para el consumidor cuya destreza consiste en haber perdido un número suficiente de tardes frente al Cine de Superacción si la edad se lo permitió; si no, en descargar montones de películas y acumularlas en su archivo cinéfilo; o, en su defecto, hacer un curso acelerado a través de Wikipedia y Youtube o, más pretenciosamente, ir a buscar en los blogs correctos: formas de consumo irónico que desplazan la necesidad y el placer de pensar cada obra en su singularidad.
Es cierto que la irrupción del propio Tarantino en los 90 contribuyó a imponer este modo de lectura de sus películas en particular y del cine en general. Es innegable que los diálogos de los personajes de sus primeras películas indicaron un modelo interpretativo emulable. Detrás del comienzo fulgurante de Reservoir dogs y Pulp Fiction, de una originalidad y una potencia estética arrolladoras, vino una plaga de langostas en forma de películas, spots publicitarios, afiches, canciones, revistas, estudios culturales, programas de radio y de tv que hicieron de la trivia uno de los rasgos típicos de la distracción contemporánea. Al mismo Tarantino la divulgación de este gesto le sirvió como estrategia de marketing para imponer su propia marca: se volvió "el mago de la trivia", así como en otra época Hitchcock fue "el mago del suspense". En un momento, la potencia con que Tarantino irrumpió en los 90 pareció diluirse en el magma vintage, con el tramo más inocuo y previsible de su filmografía, conformado por Jackie Brown, Kill Bill y Death Proof.
Pero resulta que Tarantino devino no solo una marca sino también un autor cinematográfico. Rutinariamente se entiende que un autor es alguien que repite ciertos gestos estílisticos y temáticos, “obsesiones” que facilitan la tarea interpretativa de la crítica y en un nivel masivo, constituyen un argumento de venta de tickets a un público que ya sabe lo que va a comprar (de hecho, surgieron espectadores y comentadores tarantinescos). El éxito comercial de Tarantino sentó las bases de un posible ocaso artístico que lo conduciría a la irrelevancia. En el cine norteamericano hay cada vez menos autores, algunos de los que quedan tienden a desdibujarse para seguir en carrera (suele pasarle a Scorsese, Burton o Van Sant en sus momentos flojos), o a recluirse en los márgenes para mantener su libertad (Lynch, De Palma), o volverse fantasmas errantes de una gloria perdida demasiado prematuramente (Coppola, Carpenter). La inmensa mayoría de las películas que hoy se estrenan exhiben un look impersonal diseñado por equipos de técnicos en función de demandas industriales. De pocos directores norteamericanos actuales puede decirse que viendo apenas una o dos secuencias es posible reconocer su mirada personal y no un método de producción en serie. De Tarantino puede decirse que es un autor porque su mirada está sellada en cada plano de su cine. Pero un autor cinematográfico no es solo esa marca personal. Hay algo más difícil de lograr: una pulsión interna de la obra a resignificarse, una expansión de su capacidad de producir sentidos y un trabajo con las formas en el que el autor pone en tensión sus propios límites y los del cine mismo. Autores de ese tipo son, por poner ejemplos diferentes, Hitchcock, Godard o Fassbinder. En sus primeras películas no quedó sentada una esencia autoral permanente, sino que necesitaron toda su filmografía para trabajar su capacidad de reinvención hasta llegar a ser lo que son.
A partir de su sexta película y en las dos siguientes, Tarantino dio una vuelta de tuerca en la que fue capaz de pensar su autoría y cuestionar el límite que le imponía ajustarse al lugar que le habían asignado. Su giro histórico, el que da lugar al “segundo Tarantino” del que hablé al principio, es la transfiguración de sus procedimientos previos al servicio de una autoconciencia política. No digo que empieza a tratar temas “importantes” y a someterlos a sus procedimientos preformados, sino que exige a su obra una capacidad para pensarse a sí misma y en su relación con el espectador.
En esa exigencia Tarantino desnaturaliza su talento y su sapiencia pop y se historiza, es decir, se distancia del punto de inicio en el que apareció y fue aceptado y pone en entredicho los dispositivos que posibilitan tal tipo de consumo cultural, tal clase de películas y tal especie de espectadores. Ese giro no le hace renunciar a su vocación espectacular, ni a su talento de escritor de diálogos y de director de actores -muchos de esos actores hicieron los papeles de su vida en esas películas-, ni a su excepcional destreza para estirar el tempo dramático, ni a su prodigiosa imaginación para poner escenas extensas e intensas y resolverlas con gracia.
El giro que hizo no lo llevó a renegar de ese habilidad para convertir cada una de sus películas en un gran espectáculo. A lo que en sus tres últimas películas se arriesgó es a forzar los límites de la noción común de espectáculo cinematográfico, a trabajar esa noción por dentro, para exigirse nuevas posibilidades. El riesgo es descolocarse: desorientar a sus espectadores, pedirles más de lo que creen que pueden, fastidiarlos con desplazamientos que requieren una mirada compleja y reflexiva que no suprime el placer sino lo diversifica y además lo interroga.
Al final de Bastardos… la cámara se coloca en un punto de vista en el que la mirada del espectador se alínea con la subjetiva de un personaje al que le dibujan una cruz esvástica en la frente. La poscición- espectador va a ser retomada con nuevas modulaciones en Django… y en The Hateful Eight. En todos los casos se trata de una experiencia placentera de la representación de la violencia en la pantalla, de la consumación de diversas especies de venganza que esa violencia satisface, de la ficción como mecanismo de permiso para desencadenar la violencia con que se goza, de la violencia formal que es requerida para que el cine actualice esa violencia.
En esta reinvención, Tarantino retorna a las cuestiones constantes del cine norteamericano: la venganza violenta o la justicia, el límite incierto que las separa y el goce que proporciona ver cómo esta violencia se consuma ante nuestros ojos pueden encontrarse en una enorme cantidad de películas, autores o simples directores norteamericanos de diversa época y calaña. No de qué tratan sus películas sino cómo lo hacen es lo que diferencia a Tarantino de Clint Eastwood, de John Ford, de Martin Scorsese o de Michael Winner, por poner solo unos ejemplos bien disímiles. Tarantino llegó a asumir un vínculo belicoso con (contra) esa tradición. Para ser un autor norteamericano tuvo que salirse de su territorio y nutrirse con películas y directores de distintas procedencias: Italia, la nouvelle vague, Hong Kong, Fassbinder, Japón exceden en su heterogeneirdad la cinefilia pulp a la que se lo reduce. Su cosmopolitismo, característico de la era global, le dio la posibilidad de negar y mantener en una unidad más compleja su americanismo.
Violencia y espectáculo, venganza y goce: la forma en que él articula estos pares desconcierta a espectadores y a críticos, para los que sería más tranquilizador, menos inquietante, que Tarantino eliminara las tensiones que desestabilizan su cine. Demasiado articulado, excesivamente verbal para reducirlo a puro entretenimiento, demasiado violento y placentero para tomarlo en serio, su obra se mueve hacia lugares incómodos. Como toda obra que valga la pena, desafía al espectador tanto como al crítico a que sospechen de su manual de instrucciones.
Es sobre estas premisas que propongo pensar su más reciente película, The Hateful Eight, en mi próxima nota.
[continuará]