Ana Poliak pertenece a una llamada “generación intermedia”, su formación y sus vivencias generacionales difieren de las del núcleo del nuevo cine argentino. Sin embargo, en su obra no podemos encontrar ningún trazo de la estética del cine argentino de los años 80. Las elecciones temáticas de sus tres films (Que vivan los crotos y La fe del volcán y Parapalos) tocan en algún sentido el tema de la trasmisión histórica, establecen un lazo con el pasado y se interrogan sobre el futuro de esa transmisión. Es a todas luces -y el termino luz aquí es esencial- una realizadora cuya extrema sensibilidad se posa en una instancia que podriamos clasificar de “intimidad social”.
Esto ya es evidente desde su primer largometraje Que vivan los crotos (realizado en 1990, pero cuyo estreno en el país se produciría cinco años más tarde). El protagonistas es un linyera septuagenario, Beppo, de ideales anarquistas. Los crotos o linyeras son automarginados del sistema por elección personal, por renuncia ideológica a toda posesión que coarte esa libertad elegida; situación que no debe confundirse con los nuevos “sin techo” que las políticas económicas han marginado a la fuerza.
La intimidad entendida como acercamiento (planos de rostros, de paisajes como recuerdos) adquiere un nuevo sentido en La fe del volcán (2001). El universo del vagabundeo como forma de libertad que enmarca a Que vivan los crotos ha derivado en deriva urbana no elegida. Poliak se acerca a su tema- el de la transmisión histórica-, y lo enfrenta en toda su complejidad. Puede decirse que La fe del volcán es un film oscuro; pero de una oscuridad que busca o añora la luminosidad de su film anterior (¿de un mundo anterior?) donde los lazos solidarios, e incluso los paisajes, podían aún contener a sus habitantes.
Esa operación vuelve a visualizarse en su última realización, Parapalos (ganadora del BAFICI en la edición del 2004) que la acerca en modalidad narrativa a su primer film. Parapalos es otro ejemplo de cercanía no intrusiva en los bordes del documental y la ficción. En Parapalos, Adrián, un joven del interior llega a Buenos Aires, se muda al pequeño departamento de su prima e ingresa a trabajar a un bowling que aún emplea la fuerza humana para parar los bolos en el fondo de la pista. Esa mínima anécdota le sirve a Poliak para desplazarse del universo del trabajo al universo de la intimidad.
La cámara obtiene entonces un estatuto de invisibilidad para hacer visible el entorno de los otros trabajadores que lo acompañan en la tarea. Gracias a la pureza del protagonista elegido, los más antiguos parapalos de a poco van descubriendo su pasado, sueños y aspiraciones. Unos pocos apuntes entre la relación de los primos, una conversación en la trastienda de la bolera, apenas unas imágenes de un sueño -perfectamente integradas al relato hasta el punto de hacernos olvidar la base documental de la historia- le sirven a Poliak para dibujar una sensibilidad interior, esbozada en un comentario al azar, en el brillo de un mirada. El verdadero milagro de Parapalos -y del cine de Ana Poliak en general- es el de la convicción de que no existen universos poco atractivos para establecer una suerte de redescubrimiento del mundo.
Habiendo inscripto sus dos films anteriores en espacios abiertos, en busca de una libertad mayor, es por demás sorprendente como Poliak encuentra ese mismo pulso dentro de espacios mínimos, casi claustrofóbicos, desplegando allí una luminosidad de haiku, que no descarta soterradamente el comentario social al sesgo. En Parapalos el relato va desarrollándose por sedimentos de información; arranca como un relato de acciones en el mundo del trabajo –lo que podría clasificarse como documental social- y va involucrando de a poco al espectador emocionalmente. Todo el film trasunta una alegría que crece gradualmente, por la que la directora consigue hacer coincidir su mirada con la de sus retratados y a está con la de los espectadores. Basta ver y oír el orgullo de los viejos trabajadores en la transmisión de sus conocimientos al nuevo aprendiz -entre los cuales la presencia la presencia de Nippur, mezcla de viejo hippie y heavy metal, oficia de imprescindible guía y de reproductor de anécdotas- Esa transmisión se logra finalmente atravesando barreras generacionales.
Por ello podríamos afirmar que en el trayecto de la obra de Ana Poliak se parte desde la” luz evocada” (los relatos de los linyeras anarquistas de Que viva los crotos), “la luz perdida” (los náufragos urbanos que intentan comunicarse de La fe del volcán) hasta arribar a “la luz recuperada” (la comunidad de Parapalos). Esa coherencia interna la aleja tanto del documental militante -sin dejar por eso de ser profundamente política- como de aquel que pretende una reconstrucción mimética de lo real. Así Poliak funda su ética cinematográfica de la distancia justa. La que recorre el espacio que nos separa del otro, donde él nace ante nuestros ojos, nos acompaña y nos descubre en sus semejanzas y diferencias.