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El hijo de la violinista

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por Martha Silva

Me muestran pinturas hechas por hombres primitivos en las que aparecen matando animales.

Supongamos que son de las cuevas de Altamira, que por estar situadas en España me resultan más afines. En un principio pensé que ellos pintaban aquello que querían hacer. Por ejemplo: dibujarían aquel animal que querían cazar para obligar al destino a que esto efectivamente sucediera.

Pero es muy dudoso esto. ¿No resulta demasiado sofisticado para la época?

Creo más bien que se trataba de algo propiciatorio, que estaba lindando con lo mágico. O sea: si lo dibujo, si estoy matando a un animal, esto sucederá efectivamente. Lograré matarlo. Puedo manejar la realidad, entonces. Pronosticarla y hacer que suceda lo que describo. Ahora –en este momento- esto sonaría ingenuo.

A ver: desde muy pequeña yo dibujaba perfectamente rostros humanos. Por entonces -seis años-, yo estaba muy enamorada de Héctor, un compañero de colegio -rubio- hijo de una violinista caratulada en el pueblo como un tanto casquivana, porque el padre del niño la abandonó, por alguna sospechosa razón. Y “cuando el río suena... agua trae” -decían las viejas detrás de las cortinas.

Pues a mí no se me ocurrió otra cosa que dibujar a Héctor dándome un beso en la boca y dejar el dibujito al alcance de mamá.

- Eso lo aprendió de las hermanas –hermanastras- que se la pasan con chicos en el zaguán– decretó mamá. Papá que no, que nada, que no tiene importancia, como siempre que se trataba de mí. Pero de los pellizcones de mamá no me salvé.

Y vuelvo a la pintura rupestre propiciatoria: yo deseaba que lo del dibujo me sucediera.

Por consiguiente: uno cuando es chiquito/a es una especie de hombre de las cavernas. Así de simple.

Yo digo. No sé.


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