Todos tienen algo que decir de Zama y yo también. No quiero abundar. A veces a una película le conviene decantar con el tiempo, porque el estreno llega cargado de expectativas que son extra-artísticas. Entonces se termina hablando más de cosas que rodean a la película. No siempre es así, pero pasa con ciertas películas.
Pienso por ejemplo en Terrence Malik, en los años que se esperó el estreno de La delgada línea roja, después de Days of heaven, en la necesidad de encontrar maestría donde solo había pompa. O al revés: si todo el mundo hubiera estado pendiente de Fassbinder cuando termina Atención a esa prostituta tan querida o Whity. La expectativa lo habría aniquilado. Fassbinder se permitió buscar, cambiar, equivocarse. Filmaba demasiado y si te perdías Reclutas en Ingolstadt, al poco tiempo tenías La angustia corroe el alma o Las amargas lágrimas de Petra von Kant. Entre hallazgos espeluznantes y definitivos te encontrás con mucho ensayo. El bosquejo de Whity solo iba a ser retomado con maestría en Querelle, desde una perspectiva totalmente diferente.
O Blissfully yours: entrar al cine sin tener la menor idea de qué te vas a encontrar. Expectativa cero para acceder a un universo en el que después te vas a quedar a vivir para siempre.
Con Zama hubo una inflación desorbitada de expectativas: el cine argentino necesita un/a cineasta genial: es una necesidad sociológica, obvio. Hay un espacio vacante después de la muerte de Favio. Tuvimos muchas películas pero nos quedó la necesidad de la obra maestra, algo muy por encima del resto.
Lucrecia Martel es una mujer de una inteligencia y una sensibilidad fuera de serie. Ella es la indicada para llenar ese hueco de nuestras necesidades (quiero decir: ella no tiene nada que ver con la ansiedad de que el cine argentino produzca una obra maestra: solo está haciendo sus películas).
La ciénaga se estrenó en 2001 y de pronto todo una poética nació madura, inapelable. Tres años después La niña santa, cuatro años después La mujer sin cabeza. Listo. Tenemos genia. Después 9 años de espera, un proyecto trunco (sonaba extrañísimo: El Eternauta; queda para el imaginario de lo imposible cómo habría sido). Y el anuncio de Zama, una novela cuyo prestigio fue creciendo a medida que pasaban los años (igual que el prestigio de Martel). De pronto parecía Zama x Martel: todo lo que está bien en el mundo.
En estos años de espera Lucrecia no estuvo en silencio: dio muchos cursos, talleres, masterclass en provincias y continentes. La articulación de su discurso sobre el cine deslumbra por su refinamiento. No existen otros cineastas argentinos que piensen en la forma y en la materia de su arte como ella lo hace: su concepción del ambiente sonoro, su política de la percepción. Habría que recopilar todas esas charlas que ha dado y sacar un libro, sería extraordinario.
Ahora bien: ¿qué hacer con todas estas expectativas cuando vas a ver una película? ¿Tenés que empezar a extasiarte cuando se apagan las luces mismo? ¿Pensar en todo el tiempo que tuviste que esperarla? ¿Decir algo a los 10 minutos de empezar? ¿Decir una frase al salir de la sala? Todo eso no es Zama. Tiene que ver con nuestra necesidad. Es como esperar el nuevo disco de Charly después de Clics Modernos.
Martel llegó a convertirse, muy a pesar de ella, con probabilidad, en la Cineasta de la Nación. La única que juega en las grandes ligas. Nuestra chica en Cannes.
Y bueno, no. Zama es solo una película. Quizá dentro de 5 o 10 años se la pueda ver con la cabeza más fría.
Aparte de eso:
Su destreza artesanal está fuera de toda duda. Ya estaba fuera de duda cuando vimos La ciénaga. Las dos siguientes mostraron que podía empujar hacia un extremo u otro: hacia la comedia asordinada o hacia la perplejidad sensorial.
Mi más honesta impresión es que Zama es un paso en falso, pero qué sé yo. De todo su saber hacer Lucrecia ha dejado de lado el que para mí era el elemento organizador de su universo: la oralidad. Martel es en el cine argentino sobre todo una forma de hablar, una partitura delicada hecha de voces superpuestas, llenas de gracia, de mordacidad. Tiene razón: sus planos cinematográficos siempre se organizaron alrededor del ambiente sonoro. Y su ambiente sonoro consta en primer lugar de grupos de personas que hablan. Lo que dicen nunca señala directamente el asunto crucial sino que siempre lo esquiva. En Zama el protagonista dice no una sino varias veces que se quiere ir de ahí, algo que no es concebible en La mujer sin cabeza ni en La niña santa ni en La ciénaga.
Encuentro que el fluido vital que corre por el cine de Martel es la conversación, una poética del coloquialismo dadaísta. En Zama eso se ha perdido. No leí la novela: no sé si los personajes hablan como los de Di Benedetto, sé que su habla no fluye, no se integra a una corriente auditiva. Más bien dicen lo que como personajes deben decir. Al echar de menos esto, siento que me falta lo principal. Zama se me hace un camino de ripios.
Muchos amigos salen deslumbrados por la belleza inconmensurable de algunos planos, por el refinamiento de su banda sonora, por la tersura de la luz y la inaudita originalidad de los encuadres.
Creo que una suma de cosas excelentes no necesariamente da como resultado un conjunto excelente. La autoconciencia extrema de los procedimientos, cuando se pone por delante de una necesidad algo más oscura, conduce a un manierismo. ¿Es malo el manierismo? No necesariamente, habría que ver cómo se sostiene. Sí: esta llena de planos memorables, algo que, curiosamente, no caracteriza a las películas por las que aprendimos a amarla. No hay en su trilogía inicial planos de una hermosura descollante. Al contrario, reconozco ahí un cierto retaceo del plano, un desvío de la mirada, cierta opacidad. Hasta Zama no había en el cine de Martel imágenes que se sostengan solas, extirpadas de su flujo. Habría que pensar si eso solo ya no es una objeción seria.
Algo parecido me pasa con el audio: el efecto perturbador del audio de su trilogía salteña era tanto más contundente cuanto menos detectable en una primera escucha. En Zama cada sonido parece responder a un diseño demasiado subrayado: su conciencia de autora acerca de la función sonora nos es enfatizada para que la advirtamos a cada momento, con un virtuosismo demasiado ostentoso.
Narrativamente, aparte de un par de elipsis que desconcertarán al público menos avisado, Zama es la película más lineal de Martel. ¿Una vez más el origen novelesco? No lo sé, quizá se trate solo de su lectura de la novela, pero sí sé que el personaje principal (y Zama tiene un personaje principal excluyente) carece de misterio. Todo en él está dicho. En esto es comparable con La mujer sin cabeza: una película metida en la interioridad de una mujer absorta. Pero el prodigio era entonces justamente la evidencia de que meterse dentro de ella no nos ayudaba nada a decidir cuánto sabía ni qué sabía. Podemos entender el mundo que esconden los otros alrededor de María Onetto, pero nunca terminaremos de comprender la trama que constituye su propia conciencia. El estar demasiado cerca de ella no nos servía para resolver hasta qué punto ese hiato en su percepción o en su memoria son deliberados. Esa densidad está completamente ausente en Zama: su protagonista no guarda nada para nosotros más que su deseo de irse de ahí.
Es realmente un problema tener una película de personaje y no tener suficiente personaje para sostenerla: quizá por eso haya que recurrir al manierismo que nos haga olvidar la falta.
Me gustaría encontrar más virtudes en Zama. Quizás una conciencia turbia sobre los orígenes de la nación, el comienzo de una grieta que no se cerró. Me da curiosidad pensar qué puede venir después, me resulta imprevisible: si empuja hacia el extremo de la última media hora, si avanza hacia la inquietud alucinatoria que anuncian ciertas escenas (como la de la banda de ciegos en la noche o la irrupción de los pieles rojas), puede venir algo extraordinario. Si tenía necesidad de experimentar otros procedimientos porque sentía que la trilogía ya había agotado su mundo previo, ojalá sea Zama una película de ensayo y error.
Quizás vuelva a verla dentro de 10 años y pueda captarla con otra perspectiva que se me escapa. Hoy solo digo que es, por lejos, la película menos interesante de la mejor cineasta argentina.