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Mujer nómade: BAFICI 20

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por Oscar Cuervo

En un puñado de largometrajes realizados en pocos años, Martín Farina vino puliendo discretamente un estilo muy personal que no parece asimilable al de otros cineastas argentinos de su generación. Farina retrata a personajes o grupos y entabla con ellos una interacción que no recurre a la entrevista de formato periodístico. Sus documentales tienen una puesta en escena cuidadosa que busca una perspectiva y una distancia de cámara precisa, una duración del plano y una cadencia musical en la edición que van componiendo su mirada singular de los sujetos retratados. El diálogo que sostiene con sus personajes es específicamente cinematográfico, gracias al plus de sentido que logra extraer de esos cuerpos y de la tonalidad de sus voces. Esto se verifica en casos tan diversos como los jugadores de fútbol en Fulboy, el ladrillero de El hombre de Paso Piedra o el vehemente cineasta Raúl Perrone en El profes1on4l. Su atención hacia los detalles laterales, el tiempo que se toma en exponerlos y la intriga que surge de la sucesión de escorzos generan un fuera de campo desde el que se abren silencios elocuentes, más allá de lo que sus retratados saben de sí mismos. Farina no opina sobre sus personajes, ni los juzga ni los redime: los mira y los escucha con esa concentración que solo el cine permite.

Ahora perfecciona ese estilo en Mujer nómade, con una protagonista muy carismática: Esther Díaz, doctora en filosofía, escritora y profesora. Como docente, Esther despliega un histrionismo que cautiva a sus alumnos desde la época de sus teóricos multitudinarios en el CBC de los años 80. En sus clases, ejerce una seducción que se vale tanto de su formación filosófica como de una cualidad teatral innata. Su modalidad de intervención en el campo filosófico procede de la postdictadura, el momento en que los claustros se abrieron y la universidad argentina se dejó permear, no sin resistencia, por temáticas y autores hasta ese momento esquivados: Foucault, Deleuze, Feyerabend, la relación entre saber y poder, la crítica a la epistemología logicista, la problematización del imperio tecnocientífico y la aparición del cuerpo deseante como sujeto del saber.

Díaz en su práctica docente ya era una actriz con dominio escénico consumado, mucho antes de convertirse en la protagonista de la película de Farina. Pero lo que él logra con su mirada aguda es desvelar el lado oscuro de esta luna.

Ya muchas veces se dijo que la escritura es huella corporal. También se sabe desde Sócrates que en el encuentro filosófico es decisivo el modo en que el maestro -en este caso, la maestra- pone el cuerpo, a la vez que lo sustrae. Esther Díaz, entonces, ya había expuesto su cuerpo antes de que la película de Farina fuera siquiera un proyecto. Pero en Mujer nómade la mirada del cineasta apresa una vibración de ese cuerpo y una entonación de esa voz hasta ahora inauditos. Farina consigue des-teatralizar la presencia de Díaz y volverla materia cinética.


En una secuencia fugaz de la película se aprecia el brillo que Esther irradia en sus clases y que muchos ya conocen de antes, pero Farina parece interesado en acceder a un espacio de intimidad que destituye el escenario pedagógico -en una operación parecida a la que hacía en Fulboy con los jugadores, cuando ponía a la luz un fuera de campo donde esos cuerpos recios se feminizaban.

En el off-scena de la profesora, Farina toca momentos de una cercanía corporal perturbadora, como si un Dionisos tenebroso se apoderara de la puesta en escena y se complaciera en tensar hasta el punto del desgarro a su heroína. El discurso que Esther pronuncia habitualmente en sus clases asume acá un tono inquietante. La profecía del eterno retorno de lo mismo hace mucho que no expresa el temblor que suena en los minutos finales de la película, como si la entonación de su voz le devolviera a la autoproclamada jovialidad de Nietzche una entonación seria. Es con detalles así que Mujer nómade trasciende el retrato personal de la filósofa para encontrar en su microcosmos el desasosiego de toda la época.


"¿Quién sabe lo que puede un cuerpo?" cita Díaz a Baruch Spinoza y entregada a la cámara de Farina parece dispuesta a poner su propio cuerpo en disponibilidad para la pregunta. Si en el ámbito académico porteño ella es una de las principales impulsoras de la crítica al imperio de la tecnociencia, en la película su cuerpo se ve sometido a toda clase de tecnologías invasivas. A lo largo de Mujer nómade se citan muchas veces palabras como "sexualidad", "tecnología", "saber" y "poder" pero, en el momento culminante, la palabra que ella pronuncia es una que no proviene del léxico foucaultiano ni deleuziano: dice "desesperación".

La película se mueve por bordes del riesgo desde el plano inicial hasta el último, pero tiene un centro secreto, un plano secuencia en el que asistimos a dos mutaciones sucesivas en tiempo real. La escena parece manejada, ni por Farina ni por Díaz, sino por Ello o por un dios desconocido, como ustedes prefieran. En esos minutos se condensa el paso del teatro al cine que es su clave constructiva. Esther empieza la escena representando a una idishe mame maltratada por su hijo (ella sola alterna uno y otro rol). De pronto la representación teatral se interrumpe, ella mira a cámara y empieza a hablar con la voz de Esther, que hasta ahí estaba actuando una situación de violencia psíquica que había atravesado la noche anterior en una clase de de teatro. Presa de una furia catártica, su indignación la desborda hasta quebrarse. La escena misma se rompe cuando ella baja la cabeza y sale por un segundo de cuadro, para volver a aparecer en un ángulo inferior, chiquita y frágil, en un encuadre notoriamente desequilibrado que la cámara se abstiene de corregir. Es cuando Esther dice eso de que "se abrió otra vez esta grieta que yo estaba tapando con todas estas cosas y me encuentro otra vez en la desesperación". Instante puramente documental de Mujer nómade, tensión privilegiada en la que el cine muestra que a su modo puede rendirle un inapreciable tributo al pensamiento filosófico.

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