por Marcos Perilli
Pecker es una de las obras más ligeras de John Waters, alejada del estilo trash que abordó en los años ’70. Con su humor mordaz aporta puntos de vista interesantes acerca de los circuitos del arte y también de su concepción. Especialmente en el caso de la fotografía, de cómo puede captar la esencia de la cotidianeidad para darle un valor estético.
Tiene como protagonistas al entonces joven Edward Furlong -que en 1991 había encarnado a John Connor para la segunda parte de la saga Terminator- y Christina Ricci -que por aquel entonces ya había saltado a la fama gracias a sus papeles en La familia Addams (1991) y Casper (1995)-. John Waters logró muy buenas actuaciones hasta en los papeles secundarios, dotados de una humanidad con toques de excentricidad.
La película lleva el nombre del protagonista, un joven de la ciudad de Baltimore que trabaja en una casa de comidas rápidas. El chico encuentra su pasión cuando halla una cámara usada en la tienda de su madre y se dedica a fotografiar compulsivamente todo lo que lo rodea, familiares, amigos, vecinos y situaciones que se le cruzan, por desopilantes o absurdas que sean. Waters le hace encontrar al chico escenas que él no puede resistirse a capturar.
El talento de Pecker es la singular visión de la realidad que retrata en sus fotografías, que denotan un especial cariño por el lugar y la gente con que vive. Esto le permite a Waters ver a su querida ciudad natal a través de la fresca mirada de su protagonista, lo que le da un valor adicional de la película. La particularidad de la vida en Baltimore y la candidez con que Pecker la retrata no pasan desapercibida para una galerista de New York que se interesa en su trabajo y lo convierte en la nueva sensación artística de la Gran Manzana.
Sin embargo, el éxito trastoca la vida del chico y de quienes lo rodean. Poco a poco va perdiendo las buenas relaciones que tenía con los suyos, cuyas vidas se ven afectadas a causa de la fama a la que los expuso.
La galerista lo acosa con sus propuestas para hacer más muestras en lugares sofisticados de Nueva York, a la vez que muestra su atracción erótica por el joven artista, por lo que él va perdiendo la felicidad que le producía su pasión creativa. Cuando se pone en riesgo su noviazgo, Pecker toma conciencia de qué es lo realmente importante en la vida para él. Decide cortar con las aspiraciones de la galerista, se deshace de una lujosa Nikon que ella le regala y vuelve a su vieja cámara.
Como siempre, con su humor bizarro Waters expone una crítica a las convenciones sociales, al satirizar a los profesionales del negocio del arte, poniendo en duda si estos "entendidos" lo comprenden tanto como dicen. Y tira sus dardos contra los oportunistas que vampirizan a jóvenes talentos ingenuos para manejarlos a su antojo y satisfacer las avidez de una sociedad esnob. Cuando ese mundillo se ve retratado en toda su ridiculez, se escandaliza. La acidez de la mirada de Waters no impide un toque esperanzador al final, con la promesa de que una nueva visión artística puede hacer también al cine más grande y mejor.