por Oscar C.
Para mí el BAFICI 20 ya había casi terminado. El último domingo, después de 10 días de corridas frenéticas, contracturas y cafés malos entre películas, sueño y obligaciones laborales, es siempre una opción que a último momento se puede desechar, estás cansado, mañana es lunes, a la noche tenés la radio y ya viste todo o casi, pensás. Error: si te queda por ver una película, entonces te queda por ver una película. Esa película puede ser la que te cambie la perspectiva del cine de este año. Un elefante sentado y quieto, de Hu Bo, es esa película. Queda para el último domingo porque dura cuatro horas y empieza a proyectarse a una hora razonable de la tarde y entonces vemos qué onda. Siempre se puede suspender.
Un elefante sentado y quieto es una experiencia arrasadora. Un desbalance en el balance de un festival. El descubrimiento de un autor debutante que no tendrá segunda película.
Hay varios parámetros con los que puede medírsela, el más inmediato es el de los maestros del lejano oriente que en las últimas décadas se consagraron a filmar la mutación de su territorio en tiempo real. Inmediatamente pienso en Jia Zhang-ke, sus primeras películas, las más ásperas, lo mismo con Hou Hsiao-hsien, el tramo realista de su obra, desde Los chicos de Feng Kuey a Adiós, sur, adiós. Incluso el primer Tsai. Y en el documental, Wang Bing. Son referencias bastante obvias: un territorio violentado por la aceleración brutal de la historia, donde el tiempo existencial no puede seguirle el rastro a las alteraciones del paisaje y todo horizonte se parece a un abismo. Sin sorpresas, el realismo cinematográfico es la única manera verdadera de filmar esta mutación: la majestad del paisaje devastado, los cielos abiertos a la nada, los departamentos oscuros, las paredes rugosas, la basura, la mirada triste de los perros, el mundo disponible que no puede simularse. Hay que ubicar a los personajes sobre ese territorio y dejar que la cámara los siga largamente.
Muy cerca de ese eje está el del cine post-comunista. ¿Qué es China? Al cine occidental siempre le intrigó ese misterio, hasta que los grandes maestros contemporáneos vinieron a mostrarnos que es el lugar en el que la historia llegó a vía muerta. El futuro llegó rápido y se fue. Bajo esta categoría, o cerca, puede ubicarse la Polonia de Kieslowky, la Lituania de Sharunas Bartas, la Hungría de Bela Tarr, la Alemania de Kelemen. Y después los rumanos, que son un poco eso y un poco otra cosa. El horizonte vital del post-comunismo asoma en el cine como el de una civilización que no simplemente extravió su presente, sino, cosa más difícil de soportar, se quedó sin futuro.
Hu Bo tiene todo eso en dosis altas. Con el agravante de que llegó último y para colmo se fue primero. Su estado de las cosas es terminal. Es la versión dura y oscura de Xiao Gu, o peor: Xiao Gu 20 años después. Los jóvenes tardíos, los viejos precoces, los perros heridos. Y un elefante sentado y quieto. Que remite también a la ballena de Werckmeister harmóniák o a El caballo de Turín. Animales por medio de los que la naturaleza pega su grito de angustia. El barrito final de Un elefante sentado y quieto es, lo sé cuando acabo de verlo, un momento inolvidable del cine.
Hu Bo se inicia en el cine con esta película mostrando un precisión dramática pasmosa. El tiempo cauto de los silencios que sus jóvenes se toman para pensar y el rapto de violencia que no se anuncia. La notable inteligencia y la piedad de Hu Bo para encuadrar los pasajes anímicos de sus criaturas y para asordinar la violencia en los desenfoques. Esto queda claro cuando en el primer acto el cuerpo yacente del suicida se vislumbra como un bulto borroso, como si la cámara no quisiera mirar lo que se muestra.
La proeza artística no es sentirse tan mal como los personajes de Un elefante sentado y quieto se sienten y, por lo visto, Hu Bo también, sino encontrar el arco narrativo justo para filmar ese recorrido agónico. Los jóvenes de Hu Bo deambulan, pero no como los del nuevo (viejo) cine argentino, ¡a Dios gracias! Los personajes de Hu Bo están vivos y su aliento se imprime aunque Hu Bo ya haya muerto.
Lo que en la película conmueve es el resto de amor que los protagonistas aún conservan, su candor que no desconoce la desesperación pero la atraviesa continuamente. Esos personajes están a punto de salvarse, de encontrar un motivo para seguir. Ir a ver al elefante sentado y quieto condensa esa apertura que nunca se pierde mientras se respira.
Hu Bo tuvo muchos problemas para que su versión de 4 horas fuera aprobada por los productores, jerarcas de la industria establecida. Peleó el último año de su vida por defender su versión íntegra, frente a una de duración convencional a la que los productores querían forzarlo. La tozudez con la que defendió el derecho al aliento de sus personajes es también un acto de amor. Los beneficiarios de esta generosidad somos nosotros, que nos encontramos un domingo de estos con su película, una vez que Hu Bo decidió que no podía más y se fue.
Qué pena que esta sea su última película. Qué gracia que nos la haya dejado.