por Liliana Piñeiro
Las pinturas hablan, dicen, son una cosa viva que interpela al corazón. Así lo plantea el director ruso Aleksandr Sokurov, y así parece entenderlo el polaco Lech Majewski, en su obra El molino y la cruz (2011). Tomando como punto de referencia la pintura de Pieter Brueghel Camino al calvario (1564), el film logra, a través de un trabajo estético magistral, la ambientación del Flandes del siglo XVI bajo la dominación española, escenario donde tienen lugar las diversas escenas que conforman el cuadro.
Majewski crea una ficción donde, por medio de unas pocas reflexiones, Brueghel explica a su amigo y mecenas Jonghelinck el proceso de creación de su obra a través de los distintos bocetos. La vida familiar del pintor, las persecuciones religiosas, los bufones bailando, las escenas de seducción, las ejecuciones: todas las costumbres de la época desfilan ante sus ojos para ser inmortalizadas en el dibujo. A medida que avanza el film, la realidad y la representación de la realidad se acoplan como amantes que ya no pueden separarse. Pacientemente, como una araña que construye su tela, somos atrapados y sumergidos en el cuadro. Las escenas se suceden casi sin palabras y, oculta en el centro, apenas perceptible (como son los misterios, antes de ser develados), la procesión hacia el calvario es el calvario: Cristo es crucificado nuevamente, y el drama de la humanidad se desarrolla mientras sobrevuelan, amenazantes, los cuervos.
Hay algo de Dios escondido en cada creador. El gran molinero del cielo que muele la harina con la que se construye el mundo. La tortura y el erotismo, la condena y la maternidad: las historias son fragmentos crueles y amorosos, una argamasa que une la vida y de la muerte. Incansables, las aspas del molino son una cruz que gira… y sólo se detiene para que el pintor le robe al tiempo el momento inefable de la creación y Majewski, en un magnífico juego de cajas chinas, construya a su vez una pintura. Y, a fuerza de belleza, la ponga otra vez en movimiento.