No, no me pasa. Es que nosotros vivimos en el mundo del confort consumista y nos olvidamos que el universo es inhóspito. De verdad nos creímos que con los teléfonos inteligentes y las salidas al Hoyts, con Netflix y los chequeos clínicos anuales y Tinder y escuchar una radio con periodistas que dijeran lo que uno pensaba y la descarga gratuita de discos y comentar los Oscars por twitter y poner frases agudas en facebook y escuchar el último disco de Bowie e ir a ver Parasite y hacer ejercicios para mantener la masa muscular y no ponerle tanta sal a la comida y leer a Rita Segato y tener a Jorge Alemán para comentarle sus posteos y sacarse fotos con tu pareja y criticar a Trump o elogiar a Trump y hacer un consumo irónico de Guillermo Moreno y cantar la Marcha y ver Filmoteca y cuidar la siluetas y con la crema antiarrugas y la app de Uber y una cuenta para subir fotos de nuestros viajes en instagram y leer una novela de Paul Auster, finalmente habíamos llegado al estadío medianamente confortable, medianamente escéptico, un poco irónico y una neurosis sobrellevable, íbamos a deslizarnos por una pendiente amable en la que pudiéramos prolongar la juventud hasta los 70, manteniéndonos delgados, informados, actualizados, conectados, enterados, disponibles para las novedades de la técnica. Pero vino una peste como otras que la humanidad conoció en el pasado y toda esa ortopedia existencial de pronto perdió eficacia. Pero toda nuestra civilización está diseñada para sobrevivir a la pandemia, así es como están acomodadas las góndolas del supermercado y las fronteras de los países y la arquitectura de los hospitales y la patrulla de la policía. Nos habíamos olvidado aunque nuestros antepasados lo sabían bien: el universo es inhóspito y la vida se escurre por un agujerito en cualquier momento. Y ya no podremos poner me gusta en la canción de Caetano que comparte ese amigo que nunca conoceremos y la calle está vacía y oscura como en los momentos más oscuros del medioevo y a pesar de que el otoño tiene un aire suave y un sol terso, la peste asecha y todo puede perderse porque en realidad nunca tuvimos nada que no fuera prestado por un rato. Nuestros antepasados lo sabían, no tenían aire acondicionado ni ecografías, ni analgésicos que comprar en la farmacia ni farmacia ni banda ancha ni la última temporada de La casa de papel o agua potable fría y caliente. Ellos sabían que el mundo era inhóspito y por eso lo hicieron del modo que lo hicieron, para tratar de hacerle frente, rezando, matando al sospechoso, promulgando leyes para que nada se desmadre e inventando las cerraduras. Pero viene un bicho invisible y nos tira la estantería y nos recuerda lo que nuestros antepasados sabían: que el mundo es inhóspito y estamos de prestado y el servicio de atención al cliente ya no atiende.
Todo esto pasará y unos cuantos sobrevivirán o sobreviviremos y cuando descubran la vacuna y llegue a la Argentina y podamos comprarla o el estado nos la provea, llegaremos a viejos o un poco menos, nos vamos a volver a olvidar de lo que era el mundo.