Quantcast
Channel: La otra
Viewing all articles
Browse latest Browse all 4312

El cazador - Marco Berger

$
0
0
Cazadores en la mira 


En la primera entrevista que le hice a Marco Berger en otoño de 2009 en el patio central del shopping Abasto, cuando acababa de ver su ópera prima Plan B, me dijo una frase que es la que retengo de toda esa charla, la que lo define como cineasta y la que recupero cuando veo cada una de sus películas. "Yo pongo la cámara en el lugar desde el cual me gustaría espiar una escena". Más que una confesión personal se trata de su declaración de principios como autor de cine. Once años después Plan B persiste no como la película perfecta que no era, sino como la apertura de un cine posible: lo interesante no era cómo se resolvían sus giros narrativos, sino su precisión para encuadrar, para empezar y terminar cada plano, para captar pequeños gestos en las caras y los pliegues del cuerpo de sus personajes. En Plan B, película que en ese Bafici pasó medianamente desapercibida pero con los años fue transformándose en cult movie, el cine argentino descubrió que, aparte de las tetas de Isabel Sarli, también los bultos de los varones podían definir un tipo de plano que David Griffith no había previsto: el plano Berger. Eso es algo que a los críticos de cine les ha costado mucho reconocer, sobre todo a los argentinos, todavía hoy les cuesta aceptarlo, incluso -y sobre todo- los que celebran la belleza del culo de Brigitte Bardot filmado en cinemascope por Godard en Le Mépris. En el plano Berger hay una política de la mirada, el lugar desde el cual espiar la escena, la altura y la inclinación precisa de la cámara, la erotización de los bordes del cuadro, qué entra en el plano, desde qué ángulo se filma, que queda afuera, qué lente es el que mejor enfoca lo que se desea ver: una discusión sobre la mirada cinematográfica desde su sintaxis y no desde su temática. Por eso, cuando una crítica empieza diciendo "Marco Berger vuelve a tocar la temática de la homosexualidad" manifiesta su sorda hostilidad hacia un tipo de plano, es decir, hacia una decisión formal, tratando de reducirla a cuestión temática. Seguro los mismos críticos no dirían de Godard "una vez más vuelve a tocar el tema de la heterosexualidad", a pesar de que Godard se ha especializado en filmar culos femeninos desde hace 60 años. No quiero establecer ningún tipo de equivalencia entre Godard y Berger, solo señalar que en ambos casos estamos ante cineastas que piensan sus películas en términos formales y no temáticos, mientras los críticos han resuelto el problema con relativa sencillez: Godard es un cineasta "intelectual" y Berger "una vez más aborda el tema de la homosexualidad".


En El cazador hay un solo "plano Berger", está puesto casi al principio, porque el director ya sabe que todos lo están esperando, como cuando Hitchcock aparecía en el primer rollo de sus películas para que los espectadores no se distrajeran mucho tiempo esperando el cameo. Un hallazgo puede volverse un clisé y finalmente un obstáculo. Lo que un cierto tipo de plano señala no es tanto el campo de lo visible sino el carácter de una mirada. Plan B tenía un póster que hacía pensar que se trataba de una comedia, sin embargo a mí me llamó la atención de entrada una tensión sorda, lindante con el miedo. Si el cine es una investigación acerca de cómo miramos el mundo, el cielo, los árboles y los cuerpos, entonces lo que siempre rige las formas es el deseo de ver y el miedo de ver. Por eso erotismo y terror no son dos géneros cinematográficos sino dos pulsiones escópicas. El crítico que acude al "una vez más Berger aborda el tema..." sin saberlo delata su profunda incapacidad para preguntarse qué es el cine.


Desde aquella charla en el Abasto y aquella ópera prima, Marco Berger hizo unas cuantas películas, cortos y largos, solo o en colaboración. Fue depurando su estilo, hurgó en su inventiva para disponer escenas a las que le gustaría espiar, moldeó a sus actores con una mano cada vez más diestra. Algunas veces se imitó a sí mismo, otras intentó ensayar formas diferentes, no siempre le salió bien y nunca dejó de pensar los términos de su mirada. Pero en sus dos últimas películas, Un rubio (2019) y El cazador (2020), puede decirse que pegó un salto de calidad. Un rubio es un drama melancólico protagonizado por varones jóvenes de la clase trabajadora y también una película acerca del espacio estrecho y la luz opaca de los departamentos, la cercanía de los cuerpos en los viajes en tren y el espacio abierto de las terrazas en las tardes de invierno. En ella queda más claro que además Berger es uno de los más eficientes directores de actores del cine local. Hasta el mínimo personaje suena afinado. La sobria expresividad con que Gastón Re trasmite su mix de tristeza, deseo y miedo le confiere a la película una madurez que hasta ese momento el cine de Berger no había alcanzado. No es una sorpresa para nadie que para nuestros críticos la película haya pasado casi desapercibida, a pesar de ser una de las mejores que el cine argentino dio en los últimos años. La crítica es un empleo mal remunerado.


Pero hay una posición artística que Marco Berger no abandonó: él sabe el lugar desde el que le gusta espiar una determinada escena y en su mirada manifiesta el deseo y el miedo que le proporciona ese saber. No es tan difícil: si uno quiere espiar, vacila entre la calentura y el miedo. Eso ya estaba magníficamente condensado en el momento culminante del cortometraje Platero (2011), un prodigio del grotesco familiar argentino en formato breve. Ahora en El cazador el cineasta ya está en pleno dominio de su oficio como para pensarse a sí mismo y reduplicar su atención. Ezequiel (un notable Juan Pablo Cestaro) es un chico que está aprendiendo a soltar su deseo, más allá de las seguridades de pertenecer a una "buena familia". El impulso es el típico de todo adolescente: cómo escaparse de la vigilancia familiar. Ezequiel está tentado y eso se nota en la increíble energía de su mirada, angelical y casi demoníaca. No es raro que la cámara de Berger esta vez se muestre más interesada en demorarse en la forma de mirar de Ezequiel antes que en su bulto. El director parece haber conquistado una nueva conciencia sobre el peso de la mirada y toda la película se orienta por ese vector. Como el cazador cazado es una fórmula a la que Berger ya recurrió en varias oportunidades, acá el muchacho al que le gusta mirar para escaparse de los lugares que le asignan va a ser objeto en tres oportunidades de miradas que escapan a su control: otras miradas van a capturarlo. Tres es el número clave de El cazador: a lo largo de su desarrollo van a ir configurándose diversos triángulos en los que siempre Ezequiel es uno de sus vértices. Los otros dos siempre irán rotando. Invariablemente el deseo y el miedo impulsarán cada plano hacia el siguiente. En estos zigzagueos va a haber lugar para el flirt, para el fisgoneo en los baños, para los intentos fallidos, para el aprendizaje del levante y la sorpresa de ser levantado. Por primera vez en la filmografía de Berger estas situaciones de seducción homoerótica van a ser perturbadas por la presencia de un tercero que espía, como si recién ahora se permitiera hacer en la trama un lugar para el voyeur. Es decir: el cineasta. Es decir: el espectador.


Berger recupera un registro que había ensayado en Ausente (2011) pero acá con mano más firme. Hay una tonalidad terrorífica que muy pronto se aparta del corsé del género porque no parece responder a nada más que a un presentimiento. Antes de ser un género, el terror fue un componente estructural del cine. Al principio se trata del rito del levante entre Ezequiel y el Mono, el skater unos años mayor, (el sensual e inquietante Lautaro Rodríguez) donde los lugares del seductor y el seducido -el cazador y su presa- son reversibles. En cualquier levante hay una instancia terrorífica que Berger sabe filmar mejor que cualquier otro cineasta de acá. Los pibes son de una generación más resuelta que los varones dubitativos de las películas anteriores de Marco y llegan pronto al encame. Hay un tercero agazapado, el Chino (Juan Barberini, sórdido), que organiza sigilosamente el mecanismo de la película e introduce un componente perverso de un modo que Berger no había expuesto nunca como ahora. El personaje efectúa una intervención del autor en la trama.


Del desarrollo del relato no conviene decir casi nada más, porque el sentido de la experiencia consiste más que nunca en ir descubriendo las diversas vueltas de una forma narrativa espiralada. Berger ya probó la unidad aristotélica de planteo, desarrollo y conclusión con creciente eficacia desde Plan B hasta Hawaii (2013, hasta Un rubio fue la quintaesencia de su cine). Ahora necesita disponer de más elementos, una serie de triangulos variables, y sobre todo, quebrar la unidad del relato para producir un corrimiento de perspectiva. A la hora exacta de película El cazador se permite empezar con otra historia, otro personaje, Juancito, 13 años (Patricio Rodríguez, extraordinario), él también un cazador cazado, precoz seductor y vulnerable a la perversión, el más pequeño de todos los protagonistas del universo Berger, lo que le va a conferir a la película una sensación de peligro que contrasta con la mezcla precisa de inocencia y atrevimiento del personaje. 


No vamos a decir las palabras que otras críticas refieren como la clave del film porque muerden el anzuelo de un mcguffin y se les escapa lo importante. El director abandona la narración lineal que ya mostró que sabe manejar y desafía al espectador con elipsis que descolocan. Los saltos narrativos hay que llenarlos con la imaginación y es ahí donde el que mira proyecta su propia perversión. Por eso, EL cazador es paradójicamente la película más perversa de su autor y la menos explícita si repasamos plano por plano. Esta progresión elíptica no se deja reducir a una sinopsis perezosa. Hay una segunda vuelta donde los personajes rotan sus posiciones, entre el candor, el riesgo y la crueldad. No hay muchos cineastas que se animen a interrumpir momentáneamente una línea narrativa, sacudir los mecanismos más fáciles de la identificación, empezar de nuevo en la mitad de la película y lograr sostener el arco dramático. El que mira está siempre avanzando a tientas hacia un punto que presiente que será un abismo y efectivamente lo es: esto vale para los protagonistas y para el espectador. Juancito mantiene una inocencia por la cual la película respira. 


El cazador no solo innova en esta estructura quebrada sino que amplía los rangos de edad de sus personajes. Si hasta ahora Berger se había movido con familiaridad entre adolescentes tardíos, acá el muy joven Juancito tendrá su simétrico opuesto, cercano al punto de vista del propio autor. ¿Acaso todo el cine se hace posible desde una posición perversa? No es sencillo reducir la película a una fórmula moral, por eso su inmersivo plano final busca el fuera de campo.


El cazador no sería tan buena película sin el aporte del director de fotografía Mariano de Rosa y la dirección de arte de Natalia Krieger, que modulan sus transiciones sutiles. La música de Pedro Irusta se acopla a las imágenes mejor que nunca.  

Viewing all articles
Browse latest Browse all 4312

Trending Articles