El malestar en la cultura es un dato que va reconfigurándose de una era histórica a la otra: llámese "que se vayan todos", "la crisis causó dos nuevas muertes", "la grieta" o "las vacunas van a traer un chip para inocularnos el Nuevo Orden Mundial". Por más veloz que sea el tiempo, por más que en estas décadas previas a la pandemia la tecnociencia nos engolosinó con un montón de apps para envaselinarnos el pesar, lo más difícil de correr de la escena es este malestar. Desesperados por querer ser sí mismes, desesperados por no querer ser sí mismes, el sufrimiento no es un problema psicológico sino político y civilizatorio. Frente a ese fondo asordinado de dolor lo digno es pensar. A pesar de los espectaculares resultados de la eficacia tecnológica que la aparición del CoVid19 hizo tambalear hasta que aparezca la vacuna, hasta que el malestar vuelva a librarse de los barbijos y el distanciamiento social para instaurar una nueva normalidad, con más virtualidad en nuestros vínculos, con más teletrabajo y menos derechos de los trabajadores, con más Botox y rictus goyescos, con más Tinder y TikTok, con más crueldad contra los débiles y desinterés por la verdad, con más complacencia por la mentira como ficción útil, nadie puede decir que en el nuevo siglo el dolor humano esté registrando una curva descendente.
El mundo es ahora incluso más horrendo que durante Auschwitz, Hiroshima, el Gulag, Chernobyl o Tiananmén.
En la escala de una vida humana es imposible conservar alguna fe en el progreso. Esta creencia terminó volviéndose el opio de los pueblos.
El mundo es ahora incluso más horrendo que durante Auschwitz, Hiroshima, el Gulag, Chernobyl o Tiananmén.
En la escala de una vida humana es imposible conservar alguna fe en el progreso. Esta creencia terminó volviéndose el opio de los pueblos.