por Liliana Piñeiro
En la plaza de una ciudad extraña encontré la quietud. Posiblemente fue el corazón el que empezó a endurecerse, ya que en pocos minutos sentí que el pecho iba adquiriendo la rigidez de la madera, y la sensación descendía por la cintura y la cadera hasta llegar a las piernas. A la altura de los tobillos me hundí un poco en la tierra. Ya no tenía pies, sino raíces.
Fue entonces cuando los brazos comenzaron a multiplicarse, en un movimiento de expansión. Tres, cuatro, seis, terminaban en pequeños dedos o ramitas de los cuales brotaban hojas, las que, en número creciente, comenzaron a enredarse con mi pelo hasta formar una frondosa copa. Quedé erguida para siempre como una pregunta, y mi voz sería, de aquí en más, apenas el susurro de las hojas movidas por el viento.
Huyendo como Dafne, aunque ya no sé de qué dios.