Sobre Cosmópolis, de David Cronenberg
por Oscar Cuervo
David Cronenberg hace una película en la que el actor Robert Pattinson encarna a Eric Packer, un joven genio de las operaciones financieras que se pasa la mayor parte del tiempo en una limusina que atraviesa una Nueva York colapsada por una serie de trastornos urbanos simultáneos. Es en principio una película sobre la vida en una limusina, en lo que este vehículo tiene de parecido y de diferente a los otros vehículos que atestan las calles de la ciudad. Todos los que vivimos en megalópolis sabemos lo que significa quedar varado en un auto en medio de un embotellamiento. El cine y la literatura escenificaron ya este módulo espaciotemporal. Un cuento de Cortázar capturó tempranamente algo de ese desasosiego en una época en la que el neocapitalismo apenas dejaba ver su cara más viscosa. Un poco antes, creo, Fellini filma un sueño al comienzo de 8 y 1/2 en el que el personaje de Mastroianni (un alter ego del propio director) se siente sofocado en una limusina en medio de otro embotellamiento. La experiencia onírica de detención, el tiempo suspendido en el que transcurre, esa especie de falsa serenidad que Fellini logra volver intolerable, las voces quedas, el tipo de parálisis que se experimenta solamente en los sueños (esa parálisis que puede ser mucho más reveladora de la situación del soñador que todo su ajetreo mundano) hacen a esa invención felliniana un momento imprescindible de la historia del cine. Sin esa escena no comprenderíamos la época.
Cosmópolis es una película sobre velocidades: la limusina se mueve con una elegancia exasperante en medio de la ciudad colapsada. El punto de vista no es el de la agitación callejera (en Nueva York en ese momento coinciden piquetes, protestas de manifestantes situacionistas, mezclas de comparsa, terroristas de baja intensidad e intervenciones estéticas sobre el espacio urbano; desplazamientos del presidente de los EEUU en medio de posibles atentados; el funeral masivo de un celebrity, un joven cantante de hip hop muerto de muerte anodina; taxistas que conocen y relatan la desesperación reinante en la ciudad; indigentes y otras limusinas como las de Parker; es decir: todo junto lo que puede atascar las arterias de la ciudad) sino el del confort interior de la limusina. Vista desde la interioridad (nueva intimidad tardo-capitalista, materialización del privatismo exacerbado) el colapso urbano es un espectáculo ralentado y vistoso, una pantalla más en un mundo inmóvil. Adentro, acústicamente aislado, Eric Packer tiene (casi) todo lo que necesita para vivir: pantallas táctiles, aire acondicionado, ventanas con vidrios polarizados que funcionan con el brillo elegante de las pantallas, meadero, camilla y un cuerpo de informantes, empleados, consultores, putas francesas, proctólogos, guardias y choferes que giran alrededor de su poder desorbitado. Cosmópolis es una fenomenología del poder desorbitado. Y si esta expresión podría hacernos pensar en una película agitada, llena furia y de chispas, la metálica superficie diseñada por Cronenberg nos entrega algo completamente distinto. Lentitud, diálogos pronunciados en una tonalidad baja, con una cadencia muy precisa que acercan la película al género musical antes que al thriller sobre ruedas.
La ocurrencia de Parker es ir en medio de ese caos de tránsito de un lado a otro de la ciudad para cortarse el pelo, algo que puede parecer un capricho más de multimillonario, como comprarse una iglesia con todas sus reliquias artísticas o un avión soviético (o ex-soviético) cargado de misiles, una reliquia bélica, actos de un esnobismo autoparódico de los ricos que se ahorcan con el lazo de su propio derroche. Quizás sea un capricho más, quizás no. En todo caso, el encuentro con el peluquero es un antojo tan banal como el de otros magnates de película, empezando por el trineo de Charles Foster Kane.
Pero la clave de la singularidad de Cosmopolis no radica en los motivos del protagonista para cruzar la ciudad (para sentirse vivo o encontrar su propia muerte: quizá no sean dos posibilidades sino una) sino en el logro de hacer aparecer en el cine contemporáneo el tiempo histórico, los tiempos simultáneos, la desaparición misma del presente, la obsolescencia del pasado, la monetización del futuro, todos los tiempos de la época, desde la rapidez absurda de los flujos de datos que construyen la riqueza sin narración del capital financiero hasta la lentitud de las limusinas enormes en las calles estrechas de las ciudades desmadradas, para escurrirse en el agujero inmóvil en el que moviéndose uno siempre está, cada vez más rápido, en el mismo lugar.
Pistolas que reconocen la voz de sus portadores, ratas muertas, pistolas que descargan cargas eléctricas mortíferas y largas limusinas que penetran por calles estrechas: todo parece haberse vuelto fálico en la era de la voluntad de poder que gira en falso para terminar desvelando su impotencia irreparable. Podría hacer casi cualquier cosa pero cada vez me cuesta más imaginar qué. Entre tanta ostentación fálica, hay un par de momentos en los que el bello joven viejo que encarna Pattison parece vibrar como un ser vivo: cuando se perfora la mano con un tiro y cuando su médico le examina el ano para descubrir que tiene una próstata asimétrica. El, que tiene todo lo que el dinero puede comprar, solo es un pobre agujero.