Un verdadero obstáculo epistemológico que atenta contra el cine de terror contemporáneo es la posibilidad infinita de expandir el límite de lo mostrable mediante la tecnología digital. La tentación a la que cede la mayoría de lo que hoy se presenta bajo el género de terror es la de abolir el fuera de campo, de garantizar la exhibición de lo monstruoso en sus más mínimos detalles. Pero resulta que el terror no es un género o, mejor dicho, antes de degradarse en género, el terror ha sido y será un efecto estructural del propio dispositivo cinematográfico: la desmesura de la pantalla respecto del cuerpo del espectador, el estado de parálisis motriz en que él se halla sumido en la situación de expectación, la oscuridad del cubo en el que el espectador está atrapado, y la indeterminación insalvable del fuera de campo que prolifera arriba y abajo, a derecha, a izquierda y por detrás de la pantalla, e incluso el fuera de campo que se genera dentro del propio campo (las zonas oscuras del plano, los desenfoques, los cortes entre plano y plano, las diversas capas de la profundidad de campo que interfieren la visión) desatan un mecanismo de proyección alucinatoria de los fantasmas que el espectador trae consigo. El terror no se produce por lo que se ve efectivamente, sino por lo que cada uno vislumbra sin terminar de ver. Y cada uno vislumbra lo que más teme. La constatación de que algo acecha en las zonas oscuras y de que esa acechanza es incesante es el fundamento de todo terror cinematográfico. Por eso todo el cine es terrorífico.
El director Andy Muschietti tiene en cuenta esto, o al menos así parece proceder en la primera mitad de su película, Mamá: no hay nada más siniestro que una figura de contornos indeterminados que se mueve en los bordes del cuadro. Si el ojo no puede descifrar la consistencia ni el espesor de eso, si no puede asegurarse que se trate de un ente humano o de otro tipo, si guarda alguna similitud con lo familiar pero se resiste a un reconocimiento objetivo, entonces la mirada empieza a funcionar como un proyector de fantasmas y no como un simple receptor de estimulos audio-visuales. Muchos momentos de auténtico espanto que produce la película Mamá en sus primera mitad se fundan en esa capacidad de disparar la función proyectiva de la mirada. Si para colmo lo ominoso evoca una difusa semejanza con la figura materna, entonces el terror puede volverse insoportable.
El corto de tres minutos que Muschietti filmó con el mismo nombre en 2008 se movía dentro de ese rango. El cineasta argentino, residente en Barcelona, cuenta: "Tuve una imagen. Una visión de dos niñas que se escapaban de su madre. Y ella era un fantasma. Fue una idea muy pura, sin contexto ni explicación, una cosa muy irracional y pensé que podría ser corto fantástico”. Cuando el corto se proyectó en el Festival de Cine Fantástico de Sitges llamó la atención del director mexicano Guillermo del Toro, quien le propuso a Muschietti expandir la idea hasta hacer un largo. Este largo es el que se estrenó hace pocos días en Buenos Aires. Mamá, el largo, o mejor dicho: la distancia que media entre la idea inicial del corto y la realización del largo, es un preciso testimonio del estado del cine industrial. Parece estar en la lógica del momento que aquello que la tecnología pueda mostrar, el cine lo debe mostrar. Esta lógica no funciona solamente en los laboratorios de diseño de producción cinematográficos, sino que el mismo público actual reclama ver más. Por eso, cuando Mamá, el largo, se engolosina con mostrar a la criatura, el público lo celebra. Pagó por su entrada y su plata vale: la exhibición detallada de lo monstruoso cotiza los $ 48 invertidos. La gente sale chocha de ver la película.
Hay un problemita: la película debe renunciar al horror para satisfacer su condición de espectáculo. En la última media hora, la madre fantasma debe mostrarse más y más detalladamente. El registro realista con que Muschietti nos invitó a entrar en su mundo tiene entonces que ser abandonado y el film vira del horror hacia lo maravilloso, más cerca de Tim Burton que de George Romero. La iluminación, la música y la textura misma de la imagen se "burtonizan", más dibujo animado que horror, más brillo que sombras, más curiosidad que miedo y más fantasía que fantasma.
Tourneur, Romero y Carpenter han quedado atrás. Podría haber sido una gran película, pero solo resulta ser un gran éxito de taquilla.