por Oscar Cuervo
El kirchnerismo le ha conferido a la política argentina una dosis de dramatismo de la que carecía desde los tiempos del primer peronismo. Esta quizá sea una de las explicaciones del histérico rechazo que provoca en un sector de la pequeño-burguesía ilustrada (onda TP), que desde que los Kirchner irrumpen en el escenario político nacional se ha sentido ultrajada, acomodada como estaba para ejercer un cinismo suave durante los años neoliberales. Aparecieron los Kirchner y entonces los ilustrados (bah, en realidad semi-ilustrados, como bien señala Ernesto Semán en Holy Fuck: ampliaremos) se sintieron incómodos: demasiado tarde para entusiasmarse, después de haberse recluido en la apatía rumiante del living room y dedicados a regar sus plantas de interiores. Entonces, cuando la época volvió a apasionarse, los semi se apasionaron a su modo: se ofuscaron con la historia.
Obviamente, cuando hablo de dramatismo recobrado no me refiero a las épocas aciagas en las que el Estado ejercía el terror sistemático, o después, cuando los gobiernos democráticos facilitaban subterfugios para que los terroristas de estado permanecieran impunes. Eso no era dramático, podía ser terrorífico o asqueante, podía ser patético, como lo fue durante la Alianza. Cuando hablo de dramatismo me refiero al vértigo emocional y al estupor que ayer produjo el anuncio de la enfermedad de Cristina o la tremenda expectativa que había hoy al mediodía antes de que ella apareciera en la Casa de Gobierno. O la saña de la minoría desbordada que ayer a la noche salió a celebrar con regocijo en twitter la enfermedad de la presidenta. El kirchnerismo, en estos últimos años, ha sido pródigo en plot-points así. Cuando parece que íbamos a pasar una temporada estival levemente relajada, ahora sentimos otro tremendo impacto emocional. La expectativa que concentran las acciones, los dichos y las contingencias de las vidas de Néstor y Cristina en los últimos años, la manera como gravitan alrededor algunos personajes secundarios (Cobos, Moyano, Moreno, Boudou, Máximo, Macri) son datos que permiten poner en seria duda la tesis neo-liberal de la postpolítica.
El clima de ayer a la noche era de consternación (en muchos) y de algarabía (en una minoría despechada). Hoy al mediodía todos nos aprestábamos a presenciar un momento melodramático. Cristina nos sorprendió. Y no solo por su estado de ánimo relajado y bromista. Sobre todo por otra cosa que la hace una dirigente política excepcional. Hoy al mediodía Cristina salió a hacer política, a ponerle su cuerpo a la política una vez más (ese cuerpo que tanto perturba a la esmirriada Beatriz Sarlo). Sus referencias a la licencia que se va a tomar, a la sucesión presidencial que hubiera ocasionado hace unos meses en manos de Cobos y ahora de Boudou. A la necesidad de que todo su gabinete suspenda sus vacaciones. Su pedido a Macri de que se haga cargo de los subtes. Sus numerosas referencias a los privilegios que sale a defender Moyano enmascarado en la "defensa de los trabajadores". Su apelación a la necesidad de que todos se hagan cargo de su porción de responsabilidad para que el país siga adelante, porque una persona o un equipo de trabajo solos no puedeen. Cristina nos invitó a ponernos las pilas, nos interpeló para que cada uno piense cómo puede hacer para sostener esto que queremos. Esa racionalidad serena que mostró para reordenar el escenario en momentos en los que está pasando por un trance delicado fue una clara muestra de qué es la conducción política. Su entereza y su eficacia para trasmitirlo explican mejor que cualquier otra especulación la enorme brecha que hay entre ella y el resto, lo que queda reflejado en el resultado de las últimas elecciones.
Para mí, en este momento, mandarle buena onda a Cristina es también una manera de protegernos como comunidad.