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BAFICI de amor

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Hawaii, de Marco Berger
El domingo Marco y los protagonistas de Hawaii vienen a La otra.-radio





Todas as cartas de amor são
Ridículas.
Não seriam cartas de amor se não fossem
Ridículas.

Também escrevi em meu tempo cartas de amor,
Como as outras,
Ridículas.
As cartas de amor, se há amor,
Têm de ser
Ridículas.

Mas, afinal,
Só as criaturas que nunca escreveram
Cartas de amor
É que são
Ridículas. (...)

Necesité acordarme de estos versos de Pessoa en el momento de escribir mis primeras impresiones sobre Hawaii, la nueva película de Marco Berger, que acabo de ver y está incluida en la competencia argentina del 15 BAFICI. Y mi necesidad empezó a apretar en el momento en que, con el plano final de la película, pensé "hoy en día no hay en el cine argentino quien filme mejores películas de amor que Marco B". Películas de amor, prescindiendo del género de los amantes: chico conoce chica, chica conoce chica o chico conoce chico. Invito, reto o desafío a los lectores de este blog (que se cuentan de a miles, aunque comenten poco) a que me digan quién filma mejores películas de amor que Marco B.

Esperen ver Hawaii para contestarme, es prudente hacerlo.

Hawaii es su película más simple y más bella. Y acá la simplicidad juega un papel esencial. Su línea argumental es tan sencilla que hasta da pudor escribirla, por eso no voy a hacerlo. La sinopsis está en el catálogo online del festival. Pero resulta que yo odio contar las líneas argumentales de las películas, tanto como que odio que me las cuenten. Esto vale no solo para las películas de amor (cuya línea argumental suele ser más simple cuanto mejor es la película, como sucede con Hawaii) sino también para esas películas cuya línea es tan complicada que uno se enreda tratando de seguirla (me pasó con El topo, otra película excelente). Ante todo, porque el poner la línea argumental por delante de la experiencia cinematográfica es siempre un menoscabo del cine y de sus posibilidades, que difícilmente puedan ser reducidas a una sinopsis.

Los sucesos que relata Hawaii son de una sencillez rotunda, la misma vieja historia ("me gustás, pero tengo miedo de decirlo, y si te lo doy a entender de otra forma... etc.,etc.") que, cuando se percibe en exterioridad, se ve tan desprovista de épica que parece, como diría Pessoa, ridícula; pero que al percibirla en interioridad guarda los estremecimientos más terroríficos que vivir se puedan: "para el enamorado, todo es signo, la debacle es siempre inminente". Entonces el repertorio del lénguaje amoroso se expande en gestos ínfimos, rubores, amagues, gambetas, avances y retrocesos, frases truncas, tragar saliva, escrutar al otro, mirar sin que se note, moverse con la majestad de un cisne o con la torpeza de un adolescente ezquizoide, pánico, zozobra, caídas de ojo, parpadeos, sonrisas, roces y todas esas cosas de las que hablan las canciones de Gardel y Lepera. Miedo de todo, desasosiego por cualquier cosa, son instancias que pueden durar segundos u horas, pero expulsan al enamorado hacia la intemperie existencial, fuera del ente. Esos pequeños trances sin espesor épico son una materia ideal para el cine. No tienen lugar en las sinopsis, están hechas para ser vistas y padecidas con goce sumo.

Marco Berger en Hawaii encuentra la manera de poner esta situación en escena. Se anima a radicalizar el estado de abstracción amorosa mediante una dramaturgia extrema: en la película, apenas si aparecen, en tramos muy fugaces, un par de personajes, aparte de los dos protagonistas. En término técnicos, se trata de un tour de force. La tensión dramática ha de acumularse hasta el último plano, sin ceder ni un palmo, para estallar al final, dulcemente. Hawaii lo termina de demostrar: Berger es un cineasta virtuoso, de esos que ya no se consiguen con facilidad, capaz de manejar con tacto justo todos los recursos de que dispone: la posición de cámara (siempre un espía gozoso), la duración, el movimiento dentro del plano, la erotización de los bordes del cuadro, el corte, la gravitación del fuera de campo, el efecto de suspensión que estos recursos crean. Pero en el fondo no se trata de técnica, sino de una pulsión escópica que organiza el campo de lo filmable.

Hay una marcación de actores de una precisión asombrosa. Manuel Vignau (Eugenio) y Mateo Chiarino (Martín) están perfectos. A Vignau lo conocemos desde Plan By acá muestra una ductilidad que le permite hacer un personaje totalmente distinto de aquel, más soterrado y más sinuoso. Mateo Chiarino es un prodigio de fotogenia, de una fragilidad y un candor cautivantes, la gran revelación de Hawaii. Si los actores están tan bien, no parece fruto de la casualidad: teniendo en cuenta los antecedentes (Ausente, Plan B, El reloj, El Primo, Platero) algún día habrá que admitir que Berger es un gran director de actores. Además, es notable que el cineasta elija a actores que bordean los treinta años para hacerlos moverse en un plano donde el jugueteo homoerótico demanda una regresión infantil. Con osadía política, el cine de Berger pone en jaque las ideas usuales sobre madurez sexual y masculinidad y reivindica la libertad irresponsable de una pubertad sin roles prefijados y sin fecha de vencimiento.

La forma cinematográfica elegida es de un clasicismo severo: presentación, desarrollo, conclusión; concentración dramática: unidad de espacio, tiempo y acción, un crescendo implacable. Pero Berger es un cineasta contemporáneo y su distancia del clasicismo es instalada con discreción. En el último acto hay una incrustación rápida e incisiva de un elemento heterogéneo: el hermano de Eugenio viene a poner en palabras una descripción prosaica de la situación, que la delicadeza de la mirada del film había excluido hasta ese momento, una malignidad portadora de todas las objeciones, los prejuicios de clase y de género que tratan de esmerilar los sentimientos más límpidos. Es un corte en la estructura, rápido pero de una enorme significación. Irrumpe una mirada hostil, amenaza con destruir el encanto y en cierto modo lo logra. En los últimos minutos de la película, la restitución de la tonalidad amorosa requiere un corrimiento hacia el plano de la alucinación: algo que Berger ya había ensayado en Ausente y ahora, en Hawaii, se integra con mayor eficacia. Si esa presencia tan hosca de la mundanidad no hubiera aparecido, Hawaii sería un cuento idílico. No deja de serlo, aunque esa breve dureza lo vuelva un film dialéctico.

No se la pierdan en este BAFICI, si consiguen entradas.

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