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El desentendimiento

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Otra mirada sobre la película El estudiante

por Emilio Bernini *

Lejos del imaginario épico de los años setenta, de la denuncia explícita del cine de la democracia en los años ochenta, y aun de otras estéticas realistas actuales, El estudiante, la película de Santiago Mitre ambientada en pasillos y aulas de la facultad, aunque en apariencia se abstiene de juzgar tema y personajes termina transmitiendo una idea de la política unida indefectiblemente a la corrupción y al delito.

El estudiante posee una estructura en todo análoga a El bonaerense e incluso a Leonera, las películas de Pablo Trapero, en la última de las cuales Santiago Mitre fue coguionista. Esa estructura permite narrar el estado de cosas de un medio determinado (la policía bonaerense, la cárcel, la universidad), desde la posición de alguien que procede desde una completa exterioridad, se inserta en él, se involucra plenamente, comparte y adopta todos sus códigos y sus prácticas, y luego se retira, vuelve al mundo exterior. Al retirarse deja una imagen indeleble del estado corrupto del medio; irrefutable, porque el individuo ha hecho allí su experiencia, formó parte efectiva de ese mundo. El llamado nuevo cine, con Trapero, ha conseguido así narrar temas complejos, sin juzgarlos moral, política e ideológicamente, en el tono ostentoso de la denuncia, como hacía el “cine de la democracia” en la década de los ochenta, con sus temas (el terrorismo de Estado), pero siempre desde una perspectiva de inocencia moral. Los nuevos cineastas conocen, porque se han formado intelectualmente en instituciones universitarias, los sentidos polisémicos de las imágenes, saben cómo producir sentido sin recurrir a la explicitación de las palabras. De allí, en parte, la neutralidad, la denotación de sus títulos (El bonaerense, Leonera, El estudiante), que es un modo de nombrar su objeto, sus conflictivos objetos, sin abrir juicios.

Pero en El estudiante su propio objeto, la política (universitaria pero también nacional) es aún más espinoso (como parece indicarlo el apellido de su protagonista, Roque Espinosa) que cualquiera de los que tomó Trapero para sus películas, precisamente porque su sola enunciación parece implicar siempre algún juicio. La política como objeto propiamente dicho parece no poder no tener, cuando se profiere un discurso sobre él, cualquiera sea, un sentido moral, político, ideológico. Como si, en efecto, se tratara de un objeto que inevitablemente involucra con sus sentidos (políticos) cualquier discurso. El estudiante ya concibe la política, la militancia política en la facultad, por la estructura que asume para narrarla, como un medio corrupto. Así, la militancia política es un análogo —en sus prácticas, en sus intereses, en sus conflictos, es decir, en lo que antes se llamaba la “pasión política”— de los medios criminales, de los medios que involucran el crimen (la cárcel, la policía bonaerense, y aun los caranchos, los abogados mafiosos, del film en que Mitre también fue coguionista, Carancho). En principio, el imaginario de la política con que Mitre narra su film procede de esa estructura, porque no hay política que no se conciba desde un imaginario (como el imaginario épico de los filmes de los setenta y del cine militante incluso actual de los que El estudiante busca distanciarse); y luego, procede de una idea de la política de profundo desprestigio, de intenso rechazo, como práctica en efecto corrupta y mafiosa, que llega al crimen, que sin duda proviene de la experiencia histórica argentina previa a 2001 y tiene en esa fecha una culminación crítica.

Aun así, como en las películas de Trapero (e incluso, por ejemplo, en La mujer sin cabeza, el film de Lucrecia Martel que también involucra, pero de modo más desosegado, más inquietante e infinitamente más alusivo, la política y el crimen), la estrategia narrativa por la que abstenerse de juzgar la política, la que permite mantener a la vez el involucramiento y la neutralidad, es el estilo indirecto libre. Trapero encontró en ese estilo, arduo y sutil (en literatura, para Flaubert, el indirecto libre en la prosa demandaba un trabajo análogo al de la escritura en la poesía del soneto), su excelencia y Santiago Mitre su notable aprendizaje. Con ella, la mirada del narrador sobre el medio que narra es a la vez la visión del personaje (Roque Espinosa) del mundo en que vive. De ese modo, el involucramiento del narrador es completo pero a la vez su mirada es, no obstante, siempre la de otro. Sin embargo, Mitre opta por agregar una voz en off, con la que narra las vidas de algunos de sus personajes (Roque, Paula, la profesora adjunta, Acevedo, el profesor del Consejo Directivo) como si fueran destinos.Narrar las vidas como destinos acentúa la distancias, instala una lejanía entre el narrador y ese mundo (la Facultad y la política militante de los estudiantes, profesores y graduados, pero también el Ministerio de Educación y pues la política nacional), que produce cierto desentendimiento, cierta tensión, con la observación participante del estilo narrativo que se ha elegido. Por el indirecto libre, el involucramiento pleno y la distancia justa; por la voz en off, en cambio, la exterioridad completa, la narración de un mundo ajeno.

El uso de esa voz debe proceder, sin duda, de Mariano Llinás, el cineasta con quien, según los créditos, Mitre compartió la idea original de la historia. Historias extraordinarias, el film de Llinás, debe en gran medida la cualidad extraordinaria, fuera de lo común, de las tres historias que narra, al uso de las voces en off. Con esas voces y con esas historias extra-ordinarias, Llinás no respondía, con deliberación, al realismo del nuevo cine a lo Trapero y a lo Caetano; y a la vez daba consistencia, ritmo narrativo, a un relato de una duración tan extensa que producía un vaciamiento de las historias semejante al de las películas de Lisandro Alonso y Ezequiel Acuña, adscriptas a cierta poética de lo insignificante. De ese modo, también habilitaba el paradigma narrativo de la peripecia de la trama como artificio lúdico, como pudo verse poco después en Castro (Alejo Moguillanski) y también en Todos mienten (Matías Piñeiro).

El estudiante incluye también, además de la voz en off a lo Llinás, algunas bromas sobre la política que los personajes se dicen o actúan en el film (como la imitación de discursos políticos célebres) que es preciso comprender dentro de la lógica del distanciamiento del cine político militante o del cine político per se, y no, en absoluto, como humor satírico (el de la revista Barcelona y el del cómico Diego Capusotto, por ejemplo, cuya intensa crítica de la política es a la vez una profunda creencia en ella). Pero también en el film trabajan algunos actores que pertenecen a la troupe del dramaturgo Rafael Spregelburd (Alberto Suárez, Mónica Raiola), cuyo teatro no está en nada desvinculado de la poética cinematográfica del artificio lúdico (además de que Spregelburd fue una de las voces del film de Llinás). Por todo esto, resulta indudable que El estudiante se ubica también en ese paradigma narrativo, y hace así coexistentes, aun cuando no lo sepa, dos modelos casi antitéticos de narración, como de algún modo incluso ocurrió con Secuestro y muerte (de Rafael Filippelli, cuyo guión estuvo, en parte, a cargo de Llinás), un film sobre la guerrilla de los ‘70 y el Estado. En el film de Santiago Mitre, la coexistencia, que es a la vez un desentendimiento, una tensión, de esos dos modelos puede deberse al objeto mismo que ha elegido narrar: la política, ese objeto espinoso —porque narrarlo induce siempre sentidos políticos, que cuanto más se evitan menos dejan de estar presentes—, parece haber demandado a la vez la inclusión y la distancia antitéticas; la narración, por un lado, de la historia de los estudiantes y profesores militantes como si se tratara de vidas de una época lejana, de destinos; pero a la vez, también, por otro, la observación participante in situ, con los actores empíricos de la política universitaria (lo estudiantes mismos en las asambleas), con esos planos de establecimiento del edificio, desastrado por el tiempo, de la facultad de Ciencias Sociales.

Si no hubiera esa distancia completa, esa ajenidad, ¿por qué la insistencia en repetir, en los diálogos, que “se trata de la política”, como si los militantes tuvieran una autoconciencia de su propia actividad que les exige explicitarla constantemente? Si hubiera solo involucramiento neutro, ¿a quién se dirige, entonces, esa pedagogía que enseña, una y otra vez, que “la política es así”, rosquera, sucia, transera, traidora, transfugante? E incluso, ¿por qué afirmar, en la última escena, desde una lógica que se desentiende del notorio pragmatismo que hasta entonces ha demostrado Roque, su negación a continuar con la transa? ¿De dónde procede esa inesperada conversión idealista, acaso del amor que ha encontrado en Paula? Ese “no” (con que —nada menos— el film termina) al nuevo ofrecimiento de un arreglo político, parece responder más a una exterioridad deseosa de un acto sobre el mundo que termine con el desastre de la corrupción finalmente criminal de la política, antes que al ideal político de un personaje que se ha cansado,  decepcionado, de ensuciarse las manos. He aquí la cuestión espinosa.


* Nota del editor: El estudiante es una de las películas argentinas más comentadas del año que acaba de terminar, tanto en la prensa en general como en este blog en particular (ver acáacáacáacá y acá).  Ahora  incorporamos a esta serie el texto de Emilio Bernini que con el título "La universidad de la transa" fue publicado por la revista Trasatlántico (nº 13) del Centro Cultural Parque de España de Rosario. En pocas horas volveremos a mencionar esta película cuando hagamos el balance cinematográfico de 2011.

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