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El amor en los tiempos del wasap: hacia un cine informatizado

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Sobre El Gran Gatsby de Baz Luhrmann


por Guillermo Colantonio

Asistí hace días a una reunión social y escuché con cierta curiosidad una discusión sobre este programa. Los interlocutores sostenían apasionadamente, por partida doble, sus argumentos y sus celulares inteligentes mientras hablaban de ventajas y desventajas a la hora de recurrir a tan noble prestación. El dato problemático parecía rondar en torno a que el otro virtual supiera la hora en que uno había estado conectado por última vez, ya que si el horario en cuestión generaba sospecha (la sombra de la duda, podríamos decir), uno tendría vía libre para el reclamo de pareja. En definitiva, una forma solapada más de vigilar y castigar.

Algo de esta situación se me cruzó mientras veía El gran Gatsby de Baz Luhrmann. Utilizar el verbo “ver” tal vez sea un poco ambicioso, puesto que la película se “padece” en todo caso. Sería interesante que, conjuntamente con la entrada y los baldes de pochocho, adjuntaran un prospecto con instrucciones para prevenir a los espectadores. Podría incluir, por ejemplo, pastillas para el mareo o informar sobre la posibilidad de ambulancias en la puerta en caso de que uno se descomponga con el 3D. Como puede apreciarse, no me interesa en absoluto la relación de la película con el libro ni creo que sea un planteo pertinente. Dejo también para otros lúcidos comentarios, las disquisiciones sobre el lujo, la época y la mentalidad norteamericana al respecto. Sí pienso en qué concepción de cine se esconde detrás de este festival audiovisual y qué modelo de espectador se construye, para entender acaso la legitimación de varios críticos para con el filme.

El gran Gatsby no da respiro. Su fragmentación en incontables planos de escasísima duración es un ejercicio que remite inevitablemente a la informática: el director maneja la cámara como si fuera un mouse o el dedo que recorre la luminosa pantalla del celular, y como espectadores no tenemos más remedio que pasear nuestra mirada, perpleja frente a las imágenes que se suceden como si se tratara de un videojuego. Luhrmann debe haber pensado en muñecos ante que en personas por la relación pornográfica que formula: todos son estímulos directos, flashes que, en el mejor de los casos, generan el vértigo de una montaña rusa. Ahora que los parques de diversiones no parecen ser tan seguros, las salas son un buen reemplazo. ¿Qué tipo de goce promueve esta interminable catarata audiovisual? ¿Se trata del placer de la alienación misma? ¿No será un tormento parecido al del personaje de La naranja mecánica, en el que no podemos cerrar los ojos por un instante? La película deja afuera toda actividad especulativa; cualquier intento por recorrer un plano, al menos unos segundos, resulta infructuoso; aun en el despliegue decorativo, en las interminables manifestaciones de lujo, dignas de las mejores revistas de moda, el Luhrmann diseñador evita que descansemos ante su idea de belleza mundana. La orgía visual y desenfrenada mantiene al espectador hiperconectado, como si uno tuviera una entrada de usb hacia la pantalla. En este sentido, el director australiano mantiene la misma concepción que Cameron con Avatar, un cine informatizado, no solo por el carácter artificial de sus imágenes adulteradas sino por el modo en que establecen relación con los espectadores, marionetas virtuales manipulables al igual que las criaturas que generan (“crean” sería otro verbo generoso).

Otro problema a pensarse se vincula con el tiempo. La idea se funda sobre la velocidad, una velocidad análoga si se quiere al avance tecnológico, a un tipo de percepción acorde a “los nuevos tiempos” del capital. La pantalla es un espacio homologable al del monitor; la forma en que Luhrmann maneja su cámara-mouse, invita a un desplazamiento similar a la rapidez con que se recorren enlaces, se atienden conversaciones por chat o se superan pantallas de videojuegos. Quedan excluidos todos aquellos que no se sometan al tren de esa rapidez sensorial, a ese cúmulo de estímulos destinados a durar apenas segundos. También debería figurar en el posible prospecto, que las butacas incluyen camisas de fuerza por si alguno no quiere verse involucrado en el experimento.

Ahora bien, se supone que la cáscara que envuelve todo lo anterior incluye narración, conflictos, personajes y una historia de amor, sin embargo, no puede soslayarse que cada uno de esos aspectos está subordinado al plan estratégico del cine informatizado, ahogados todos en un sistema referencial y anacrónico (notar la música que emplea y la sobreactuación) que jamás quiere perder de vista lo que para Luhrmann es el presente, un mundo de muñecos bien vestidos y automatizados, mundo que no piensa ni critica, sino que celebra desmedidamente. Una señal más del cine espectáculo llevado hasta las últimas consecuencias, tan bien expresado por Jean-Louis Comolli: “En las mismas pantallas pasan en bucle los mismos standards audiovisuales, los mismos aditamentos comerciales a las necesidades de ver y escuchar, las mismas formas y las mismas fórmulas. No hay antes, no hay después. El tiempo está suspendido y la historia, detenida.” (Cine contra espectáculo, Ed. Manantial, Bs.As., 2010, p.10). Luhrmann parece erigirse como el genio de nuestra era, la del amor en los tiempos del wasap.

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