Dicen que guardaba las cintas de las sesiones de grabación con custodia, que entraba armado al estudio y de vez en cuando sacudía algún disparo para intimidar a los músicos. Se animó a poner coros femeninos en un disco de Los Beatles, perseguía a Keith Richards para matarlo cuando el Stone se escapaba con Ronnie Ronette, su mujer por aquellos años. Lennon le regaló un elogio de los que no se olvidan: mantuvo vivo al rock los dos años y medio que Elvis estuvo en la armada; y el manager que dio forma a los Stones, Andrew Loog Oldham (quien lo emuló hasta la médula), lo comparó con Orson Welles, por ser un joven prodigio que pagaría su cuenta tarde o temprano.
Probablemente, esta analogía con uno de los gigantes de la historia del cine tenga algunos rasgos en común. El primero se vincula con el carácter megalómano que supo ponerlos en el pedestal de genios. En el caso de Spector, son reiteradas las entrevistas donde se compara con Mozart, Wagner, Da Vinci y hasta Galileo, además de recurrentes los elogios de la crítica, que caía rendida antes los sucesivos éxitos de inicios de los sesenta con las canciones compuestas para The Teddy Bears, The Ronettes, The Crystals y The Righteous Brothers. La otra semejanza radica en la originalidad y la ruptura que ejercieron para la época tanto Welles como Spector, o sería mejor decir la facilidad para captar lo que estaba pasando alrededor y absorberlo en beneficio propio. Uno creó nada menos que El ciudadano; el otro, la famosa “pared de sonido” que, al convertirse en una marca registrada en sus trabajos de producción, le valió unos cuantos dividendos y ejerció una influencia decisiva en la manera de trabajar los discos a partir de concebir una simple melodía de dos o tres acordes como punto de partida para desembocar en el barroquismo que supone sumar capas de regrabación con múltiples coros e instrumentos.
Más parecido a Charles Foster Kane (el personajes creado por Welles), Spector vivió bajo un aura de misterio en relación a su mundo privado, encerrado en una mansión de veinte habitaciones con exuberantes decorados, cercada con carteles para no pasar. Si Kane suplicaba por su recuerdo de infancia, un simple trineo, instantes antes de morir, es interesante pensar en el viejo Phil añorando también algún objeto perdido en su memoria afectiva, quizás esa melodía que siempre estuvo en su cabeza y a la cual no pudo darle forma. O su primer arma (¿de juguete?). La cuestión es que Welles y Spector clamaron por un reconocimiento que estuviera a la altura de sus egos y vieron sus carreras interrumpidas .Welles luchó contra la industria y trabajó por fuera de ella como acto de resistencia; Spector controló hasta donde pudo su labor, pero terminó en la cárcel cuando, según la justicia americana luego de un complicado juicio en dos instancias, asesinó a la actriz y modelo Lana Clarkson. De ello parecen hablar dos filmes que, con dispares resultados, coinciden en tornar difusos los límites del documental y la ficción, a la vez que se ocupan de los entretelones judiciales previos a la condena del excéntrico productor.
Phil Spector de David Mamet es un telefilme estrenado recientemente por HBO que recrea las estrategias de la defensa para ganar un caso que parecía perdido de antemano. Mamet se apoya una vez más en el juego de roles y apariencias, signo recurrente en su filmografía. La primera media hora de la película se consagra a mostrar el funcionamiento de un gran estudio plagado de imágenes spectorianas y archivos audiovisuales, con un enorme espacio que la cámara envolvente filma como escenario de representaciones, máscaras, artimañas destinadas a convencer al más incrédulo. Se trata de la preparación del juicio, devenido en una obra teatral con golpes dramáticos de abogados y expertos liderados por Helen Mirren. Hay momentos de perplejidad absoluta cuando uno ve situaciones forzadas e intimidatorias hacia voluntarios a los que se les paga para experimentar con sus reacciones y algún que otro pasaje estéticamente rescatable (la secuencia donde la abogada llega a la mansión Spector, al estilo del comienzo de Rebeca de Hitchcock), pero en términos generales el filme se transforma en un callejón sin salida en el momento en que la sobreactuación de Pacino, en su búsqueda mimética, genera un lastre que no merma, como si el peso de la imitación fuera un imperativo a seguir a cualquier costo con esta performance un tanto grotesca. Extraño y paradójico destino elegido para una película que reconoce al inicio en un cartel de advertencia su rango de ficción no basada en “una historial real”.
Sin tantos condicionamientos, hay un documental de 2009 dirigido por Vikram Jayanti, hecho para la BBC que no reniega de su naturaleza híbrida y se anima a experimentar más allá de las restricciones televisivas. Se llama The Agony and the Ecstasy of Phil Spector y es una pequeña maravilla, no solo por lo que dice el personaje en cuestión y las canciones que suenan (lo cual parece ya suficiente) sino por la yuxtaposición de diversos niveles enunciativos que enrarecen nuestra percepción de lo que vemos y escuchamos. Por un lado, Spector frente a cámara, enérgico, locuaz, lleno de ocurrencias y autocelebraciones (justas muchas de ellas), narrador de incontables anécdotas. Un material que dignifica la pretensión de cualquier admirador. En el marco de su seducción verbal, captamos agudas sentencias y frases extravagantes: “como Galileo tuve que cambiar la mentalidad de la industria, así como éste debía persuadir que la tierra era redonda” (...) “soy el único que se atrevió a ser diferente”(...) “me va a juzgar gente que votó a Bush”(...) “herir es un fenómeno natural en el arte”.
No obstante, el documental se atreve a salir de la posición de cabeza parlante para alternar imágenes del juicio. Allí vemos la recurrente figura de Spector, inmutable, adusto, en perfecto contraste con el anterior, una especie de genio apagado, ensimismado, perdido, mirando al vacío. Mientras tanto, se oyen las canciones de su carrera como productor, provocando un efecto cercano a lo siniestro. Es allí cuando se pone en crisis el dispositivo fílmico en cuanto a su pretendida veracidad documental y nos preguntamos: ¿es posible que sea la misma persona quien haya dado vida a tan magníficas canciones la que asesinó a esta modelo?, ¿somos capaces de creerle al mismo tiempo que desfilan esas melodías?, ¿y si omitiéramos la música y dejáramos el registro visual del juicio?, ¿qué efecto tendría ahora en nosotros?
De aquí la riqueza del filme: el tono elegíaco, personal y desgarrador de "To Know Him Is To Love Him", "Spanish Harlem", "God", "Crippled Inside", y el encanto melancólico de "Be My Baby", "You’ve Lost That Lovin’ Feelin’", "Chapel of Love" o "Then He Kissed Me", transcurren en el mismo momento en que las imágenes muestran el desfile de fiscales, abogados, peritos, testigos, acusaciones, miradas, objetos, armas. Frente a ello, Spector es capaz de dormirse, de sumergirse en una eterna letanía. ¿Cómo tanta energía compositiva (parece interrogar el montaje) se muere en medio de los cruces dialécticos de un juicio?, ¿cuál es el límite preciso entre el artista y el hombre, entre lo público y lo privado? Entonces, cuando la densidad de estos interrogantes impregna el relato, el documental termina con un remate que confirma su naturaleza híbrida y desdramatiza la situación. Ante la pregunta de qué ocurrirá si lo encuentran culpable, Spector declara con desenfado: “Estaré con un Baba de 1,90 y un agujero nuevo en el orto”. Un cierre perfecto, desenfadado, en contraste absoluto con la carga expresiva de la composición del Pacino de Mamet, o el triunfo (una vez más) del documental sobre la ficción.