Hacia el final del programa pasado de Patologías Culturales, junto a Maxi Diomedi, seguimos hablando del problema de la verdad y sus diferentes acepciones. En éste capítulo nos referimos a esa forma de verdad que para ser puesta en el mundo necesita de un mártir, o sea, de un testigo (eso es lo que la palabra martir significaba originalmente): una verdad que necesita que haya alguien que la diga.
Nos fuimos hacia el siglo V a.C. para traer a Sócrates, uno de los padres de la filosofía occidental. Él le daba una importancia crucial a liberarse de las falsas opiniones, a las que consideraba un peligro para la existencia personal: el riesgo de vivir en el error y no advertirlo. Uno piensa muchas cosas y no sabe porqué las piensa. Son meras opiniones, ideas ajenas que adoptamos sin crítica y condicionan nuestros actos. Liberarse de ellas y ayudar a sus conciudadanos a liberarse de ellas fue para Sócrates una misión.
Según un famoso relato, el oráculo de Delfos señaló una vez a Sócrates, afirmando que no había en Atenas nadie más sabio que él. Esto le despertó una gran perplejidad, porque no se consideraba sabio. Entonces, según cuenta Platón, emprendió una indagación entre sus vecinos atenienses tratando de entender porqué el Oráculo lo había señalado de ese modo. Y lo que descubrió con el tiempo no es que decía más verdades que los otros, sino que era capaz de reconocer su ignorancia y esa era la base indispensable de una verdad posible.
La cuestión es que transformó esa misión en una práctica de vida. Lo hizo con tal celo e insistencia que los atenienses terminaron por condenarlo a muerte. El asumió esa condena como necesaria, a pesar de que no se consideraba culpable. Sócrates pensó que, si quería sostener esa verdad, debía hacerlo hasta el fin, aún a riesgo de muerte. Si se desdecía, si escapaba de la cárcel, como algunos de sus discípulos le propusieron una noche, o si iba al exilio, consideraba que no estaba dando testimonio de la verdad, algo que era necesario hacer en resguardo de esa verdad, de sí mismo (aunque le costara la vida) y de sus propios vecinos de Atenas (aunque ellos lo rechazaran). Decir la verdad era un servicio para unos y otros, pensó. Esa es la gran diferencia con Galileo. La seguimos hoy en Patologías Culturales a las 17:00, FM La Tribu.
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