por Oscar Cuervo
Raúl Ruiz, uno de los cineastas más prolíficos de la historia del cine, con 113 largometrajes, deja una obra que llevará tiempo terminar de descubrir. Pero puede decirse que su prolificidad es un elemento constitutivo de su sistema estético. Así como hay directores cuyo sistema les demanda filmar poco (Bresson, Tarkovsky, Erice, Favio), hay otros, como Ruiz o Fassbinder, cuyas premisas no podrían desplegarse sin una exploración cuantiosa. La cantidad de películas, pocas o muchas, parece no decir nada, porque también han sido prolíficos John Ford, Alfred Hitchcock y Enrique Carreras. Pero en ciertos casos, la proliferación se erige en principio estético. Cineastas torrenciales vs. cineastas parcos; y en ambos casos dan lugar a estéticas insustituibles. Los irrefrenables Ruiz o Fassbinder no podrían haberse desarrollado sin desatar esos torrentes, así como otras cinematografías son el resultado de una intensa destilación.
Ruiz dejó una película inconclusa (As Linhas de Torres, 2012, completada por Valeria Sarmiento y Carlos Saboga). Pero la última película que él concluyó es la extraordinaria Misterios de Lisboa, un film en sí mismo torrentoso en su despliegue narrativo: en total 252 minutos, divididos en dos partes de 126 cada una. En esta sola película puede comprenderse cómo en Ruiz la proliferación es un principio regulador. No basta con contar una historia, hay que hacer el intento de contarlas todas, cada personaje merece un desarrollo, cada uno podría ser el protagonista de una película, pero la opción de Ruiz (bajo la apariencia -falsa- del folletín del siglo xix) es que todas las películas posibles estén contenidas en una sola. El relato retrocede, avanza, se desvía, se encauza, su eje parece bifurcarse hasta la indeterminación, presa de un impulso novelístico desaforado, hasta hacernos preguntar: ¿qué hay detrás de semejante proliferación?
La apariencia, decía, es folletinesca, pero detrás de eso está Ruiz, enloqueciendo el mecanismo. Hay que contar la historia de Pedro da Silva, un huérfano pupilo en un colegio de curas, y del padre Denis, un aristócrata libertino convertido en sacerdote justiciero, más una condesa celosa y vengativa hasta la locura, más una especie de pirata sanguinario convertido en un burgués respetable, más... Y así, una historia lleva a la otra y la película parece ir perdiendo su centro. Sólo parece. El principio ordenador se halla más o menos disimulado detrás del juego mutante de las voces en off: ¿quién, cómo, cuándo, desde dónde se cuenta Misterios de Lisboa?
Ruiz, en su filmografía, desde Tres tristes tigres y Palomita blanca, pasando por Las tres coronas del marinero, El tiempo recobrado, La comedia de la inocencia, hasta esta Misterios... ensayó las mil y una modulaciones de la modernidad y la postmodernidad. El clasicismo es imposible en él, así que su forma de encarar el juego de las narraciones es simulando respetar las reglas del relato hasta el fin, para llegar a una reducción al absurdo de la pretensión de narrar. Misterios de Lisboa es una obra maestra que se deja degustar en su perversa elongación. La elegí una de las mejores películas de 2011. Alejandro Ricagno ya había escrito en este blog sobre ella cuando la vio en el BAFICI. Ahora los porteños tienen la oportunidad de verla, en dos partes: mañana viernes 20 se pasa la primera parte en Estudio Uno (Bonpland 1684, Timbre 1, Tel.: 4773- 7820 / 15 6 705 9884; E-mail: centrodeteoriaimagen@gmail.com). El viernes 27 la segunda parte. Siempre a las 20:30 horas. Coordina Ricardo Parodi.