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El teatro como fenómemo efímero

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A la memoria de Juan Carlos Gené *

por Martha Silva

Si alguien dejó de ver una película del año 2009 puede esperar encontrarla, seguro de que será esencialmente la misma. Somos nosotros los que variamos, por lo cual el film puede no tener un eco similar al cabo del tiempo. Tenemos la certeza de que en Lo que el viento se llevó Clark Gable se despedirá de Vivien Leigh con las mismas palabras despectivas al abandonarla para siempre, con muy buenas razones. El espectador de cine no puede modificar ese desenlace. Esto sólo puede ocurrir en un cuento como aquel de Julio Cortázar, “Queremos tanto a Glenda”, donde un grupo de amigos cinéfilos corregían las películas de Glenda Jackson. Alguien podrá recordar, la humorada cinematográfica de Woody Allen en La rosa púrpura del Cairo, en la que una espectadora demasiado constante termina vinculándose a un personaje de película: bellísima boutade.

En el dispositivo teatral, en cambio, ni el espectador ni los actores permanecen idénticos en cada representación. Existe algo llamado “convivio”, un encuentro de presencias en el espacio teatral que se influyen recíprocamente, que va desde el rumor de la sala que se va llenando hasta el fragor de los aplausos. Lo que vemos en el teatro no se repite jamás del mismo modo. Es la experiencia del denominado “teatro perdido”, fenómeno exclusivo del teatro, que genera una melancolía por lo irrecuperable del acontecimiento.
Es relevante la actividad que ejerce el espectador, que siente que le es posible incidir en el proceso creativo, a partir del mero aplauso, la aprobación o desaprobación.

Otra cosa son aquellas películas que intentan reproducir conocidas obras de teatro, como el intento de Peter Brook en King Lear o en La tragedia de Hamlet, a las que algunos estudiosos le otorgan sólo un valor didáctico, incomparable con el mismo hecho teatral.

Cuando una obra baja de cartel, algo ha finiquitado para siempre y se torna irreproducible. Se ha presentado hace pocos meses en Buenos Aires la obra Krapp, la última cinta magnética, de Samuel Beckett. Cada repesentación fue en verdad un estreno, un renacimiento que difiere en algo del día anterior.

Hablemos de Beckett

(...) Krapp, la última cinta magnética es una curiosa pieza traducida y montada por Juan Carlos Gené en el Teatro San Martín, en un alarde de invención y laboriosidad. Gené se refiere a ella diciendo: “es una esfinge; un verdadero enigma que no pretendo desafiar”. Se trata de un unipersonal en el que Krapp es un anciano deteriorado que escucha una cinta que grabó siendo muy joven, y lo hace como si se viera en una foto vieja, sin reconocerse del todo. Esa voz ya no es exactamente suya. Dice Gené: “no soy el mismo personaje que grabó su voz hace 40 años, como el bordado en el que trabaja la señora en su bastidor y que va saliendo del revés no es el mismo bordado”.

El estupendo actor que representa al enigmático Krapp es Walter Santa Ana, quien con sus 76 años y su ceguera lateral sabe que debe realizar en escena 54 acciones cada noche.

Hay una primera acotación o didascalia acerca del uso de la luz en la que Gené dice: “La mesa y alrededores inmediatos, bañados con una luz cruda. El resto de la escena en la oscuridad”. Esto remarca algo que por lo general nos dicen las obras de Beckett: el exterior es algo que no puede ser percibido. La única percepción segura se encuentra encerrada en el mundo interior del sujeto.

* Esta nota fue originalmente publicada en el número 23 de revista La otra. Invierno de 2010.

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