de Jean-Pierre y Luc Dardenne - Cine debate en Biblioteca Kierkegaard - Carlos Calvo 257 - Viernes 19:30 hs.
por Nicolás Saad
El siglo XX dio una gran versión de Crimen y castigo llamada Pickpocket; este nuevo siglo, como para que la espera no se haga larga, se apresuró en dar El niño, indagación existencial tan honda e impactante, tan verdadera, misteriosa y penetrante como sus precursoras: una nueva manifestación de ese mismo espíritu eterno, que aparece de tanto en tanto para movernos el piso enfrentándonos a aquello que ya sabíamos pero estábamos a punto de olvidar.
Sólo que Bruno, el padre del niño, no quiere demostrar ninguna teoría; es más, ni siquiera se hace una idea de las consecuencias que su acto puede acarrear. Bruno no piensa. Intelectualmente se encuentra en la otra punta del arco. Pero es lo mismo, tampoco Raskolnikov ni el Michel de Bresson tienen conciencia de la dimensión de lo que está sucediendo por dentro. No se trata simplemente de la culpa. Es un extraño camino, un camino tortuoso que uno ha de recorrer con los propios pies pero sin saber muy bien qué hilos se están moviendo, sin saber adónde está yendo exactamente, qué se está gestando por debajo de todo lo que se ve.
Después de La promesa, Rosetta y El hijo, cabía preguntarse qué podían dar los hermanos Dardenne para estar a la altura de su breve pero densa filmografía de ficción. Y lo que dan es un paso más allá: llevan a su personaje más lejos todavía, al límite mismo de su capacidad de comprensión, y al estremecimiento, ese lugar que hasta el momento quedaba siempre al otro lado de la película (la coraza nunca terminaba de quebrarse). Después de la transgresión y de la perpleja odisea que le sigue, Bruno llega al fondo, a ese fondo oscuro que se revela solamente al contacto con la persona amada.
Los Dardenne, artistas de la austeridad, trabajan en cada película con tres o cuatro elementos básicos cuya función va sufriendo notables transformaciones. El motor de esta historia fue la imagen de una madre sin rumbo paseando un cochecito de bebé, que veían todos los días en un rodaje anterior. En la película, el cochecito empieza siendo un artículo, un bien, signo de prosperidad y futuro para una pareja que no tiene prácticamente nada; su función concreta la cumple por poco tiempo, y después, en una mutación aberrante, el cochecito de bebé sin bebé es paseado por los suburbios de la ciudad por un padre que va y viene apurado (los personajes de los Dardenne siempre están apurados) y cada vez más cerca de la desesperación.
Hay otro elemento cuyo sentido se altera drásticamente en el curso de una secuencia. Bruno ve en un negocio una campera idéntica a la que él lleva puesta y decide comprársela a Sonia, su mujer. La pareja, uniformada, se transforma en un equipo. Sólo que pronto sobreviene una crisis, y ahí están los dos, con sus camperas iguales desafiando el abismo que se ha abierto entre ellos.
También hay unos pocos nombres que se repiten a lo largo de los films, el principal de los cuales es Olivier Gourmet, que da toda su medida en El hijo. El protagonista de El niño es Jérémie Renier, el chico que en La promesa superó la infancia y que ahora, después de un nuevo temblor, se hace por fin adulto. Hay otro personaje que, en una situación más angustiante que la caída al río en Rosetta, pasa unos minutos en el agua, sin peligro de morir ahogado pero sí por congelación. El grado de realismo es tal, es tan intensa la sensación de que algo está sucediendo ante nosotros, que esos pocos minutos de lenta petrificación se hacen difíciles de soportar.